Afganistán, crónica de una ficción

Afganos que intentan huir de los talibanes en la zona fronteriza de Chaman, entre Afganistán y Pakistán AKHTER GULFAM / EFE
Mònica Bernabé

Sin ánimo de hacerme publicidad , el 2012 publiqué el libro Afganistán, crónica de una ficción (editorial Debate), después de vivir seis años en este país asiático. Después todavía me quedaría dos años más. Lo titulé de esa manera porque era una ficción todo lo que Estados Unidos nos vendía sobre Afganistán: ni se había instaurado una democracia, ni las mujeres tenían derechos, ni el ejército afgano tenía capacidad para frenar el avance de los talibanes, como ha quedado demostrado en los últimos días. No es que yo fuera una visionaria, sino que viviendo allí resultaba evidente que el país no se aguantaba por ninguna parte.

La seguridad se basaba en la presencia de fuerzas de seguridad sobre el terreno. Es decir, se colocaban puntos de control en las carreteras, de manera que en las zonas más inseguras te podías encontrar un punto de control cada cinco o diez kilómetros, mientras en las más estables se localizaban a mucha más distancia. Aun así el gobierno afgano nunca llegó a controlar todo el territorio.

Retirada de los extranjeros

En los puntos de control había soldados o policías afganos, o directamente militares extranjeros. Lógicamente cuando la mayoría de las tropas internacionales se retiraron de Afganistán a final del 2014 (en el país llegaron a haber hasta 150.000 efectivos extranjeros desplegados, mientras que a partir del 2015 apenas quedaron unos 12.000), también se redujo el número de puntos de control ya que las fuerzas de seguridad afganas no disponían de suficientes efectivos para ocupar los lugares que las tropas internacionales dejaron vacantes. La consecuencia inmediata fue que los talibanes ganaron territorio.

Aun así el gobierno afgano continuó manteniendo el control de buena parte del país porque el ejército disponía del apoyo aéreo de Estados Unidos. Es decir, cuando los talibanes atacaban a los soldados afganos, helicópteros norteamericanos acudían en su ayuda. Y en eso sí que los talibanes eran inferiores: no disponen de fuerza aérea. Pero con la retirada de casi todos los militares estadounidenses en las últimas semanas, el ejército afgano también se quedó sin ese apoyo.

Es cierto que existe una fuerza aérea afgana, pero se podría decir que es casi anecdótica. Muchas de las aeronaves no funcionan por falta de recambios y es misión imposible tener pilotos o controladores aéreos que duren en el trabajo más de tres meses. Los formados durante los últimos años se iban a trabajar a India a la mínima de cambio, porque ganan más que en Afganistán y además su vida allí no corre peligro.

Situaciones surrealistas

Tras la retirada de la mayoría de tropas internacionales de Afganistán en 2014, también te podías encontrar situaciones surrealistas en los puntos de control de las fuerzas de seguridad afganas, como soldados que se quejaban de que no disponían de suficiente munición y que tenían que dosificar las balas cuando combatían contra los talibanes. Otros se lamentaban de que ni tan siquiera tenían agua potable o que les obligaban a trabajar durante más de doce meses seguidos durante los que no podían volver a su casa. Había que tener mucha moral para continuar allí.

A esto hay que añadir un factor más: cuando Estados Unidos inició su intervención en Afganistán en el 2001 tras los atentados del 11-S, catapultó al poder en Kabul a una serie de criminales de guerra que habían arrasado el país a principio de los años 90. Criminales que son tan conocidos entre la población afgana como lo podría ser Adolf Hitler en Alemania. A pesar de eso, la comunidad internacional puso en sus manos la reconstrucción del país y estos personajes llegaron a ocupar la vicepresidencia del gobierno e importantes ministerios, y aún ahora continuaban controlando la mayoría de instituciones. Unas instituciones que, como es de suponer, la población afgana nunca ha considerado como suyas, porque lo único que estos criminales han hecho durante las últimas dos décadas es enriquecerse con las ayudas millonarias que han llegado a Afganistán desde Occidente. Tan sólo hay que pasearse por el barrio de Shirpur en Kabul para comprobarlo: está plagado de mansiones fastuosas de estos individuos. Si yo fuera militar en el ejército afgano, sinceramente tampoco me hubiera quedado para defender unas instituciones así.

En el año 2013 las tropas internacionales iniciaron un proceso de transición que consistía en retirarse gradualmente y ceder el control del territorio al gobierno afgano. Siempre me sorprendió cómo se hizo ese proceso: lo único que se tuvo en cuenta fue la supuesta preparación del ejército afgano, como si en nuestras sociedades occidentales lo único que garantizara la estabilidad de un país fuera tener un ejército fuerte y no contar con un poder ejecutivo, parlamentario y judicial efectivos. Si las cosas no son así en nuestra propia casa, ¿por qué pensábamos que lo sería en un país como Afganistán?

El resultado ha quedado demostrado en los últimos días: los soldados afganos han desertado o se han entregado, y los talibanes han entrado en las ciudades sin encontrar casi resistencia. Armas, munición y dinero no les falta. Afganistán es el principal productor de opio del mundo y los talibanes han sido los grandes beneficiarios de este narcotráfico desde 2001. Además siempre han contado con el apoyo de Pakistán. Islamabad haría cualquier cosa por desestabilizar al gobierno afgano, que durante los últimos años básicamente ha tendido puentes con India, su eterno rival.

No, no es verdad que la mayoría de la población afgana apoye a los talibanes. La prueba es que centenares de miles de personas han huido de sus casas durante los últimos días e intentan salir del país. Lo que sí que es cierto, sin embargo, es que a la mayoría no les queda más remedio que aguantar si quieren salvar la vida y que a Estados Unidos les importa un rábano la población de Afganistán. No les importó al inicio de la invasión, ni les ha importado ahora, al final.

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https://es.ara.cat
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