Días de resistencia, noches de plomo

La minka
Andrea Aldana

—¡Nos están apuntando! ¡Nos están apuntando!

—¿Qué pasó?

—¡Nos están apuntando! ¡Cúbranse!

—¿Nos están apuntando? ¿Qué pasa?

—¡Primera línea, cubran a los periodistas!

Taz, taz.

El silbido de los dos disparos en Puente del Comercio fue casi inaudible. Este es uno de los puntos de “bloqueo”, “concertación” o “resistencia” montados en Cali el 28 de abril, día de inicio del paro nacional. El calificativo depende de a quién se entreviste, si es fuente oficial o usuario activo de camisa blanca, si es de la Arquidiócesis o si hace parte de los manifestantes. Los jóvenes señalan que pasaron por el costado derecho de donde estamos atrincherados. No sé qué tipo de arma era, no sé si era “traumática” o de fuego, no sé si ambas pueden matar —he leído que sí—, pero la escuché tronar y me acojoné. Toda arma que te disparen causa un trauma.

Cuatro días después, el 2 de mayo, aquí mismo mataron a Nicolás Guerrero y más de cincuenta mil personas lo vieron desangrarse en vivo. El DJ Juan de León estaba transmitiendo esa noche en su cuenta de Instagram. Estaban haciendo una velatón en Paso del Comercio —como también llaman a Puente del Comercio—, un grupo grande oraba en torno a una cruz hecha con velas sobre la calle que estaba taponada, honraban la memoria de los muertos en medio de las manifestaciones en Cali. ¿La cifra? Cinco jóvenes asesinados en cinco días de protestas. En fotos parece que el evento era pacífico, vecinos del sector afirman lo mismo. De pronto, llegó el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) junto con otros policías a despejar la vía. Se ven gases, suenan disparos, la gente corre, los jóvenes gritan, la cámara cae, se levanta y enfoca a un muchacho en el suelo. Lo recogen entre varios, lo trasladan y alguien grita: “Está herido en la cabeza, está herido en la cabeza. Es grave. ¡Miren la sangre del pelado! ¡Se está desangrando! ¡Miren la sangre del pelado! ¡No nos disparen más!”. El pelado es Nicolás. Ese día vimos que Instagram también puede ser escenario para el horror.

—Ese día yo estaba a pocos metros de él.

—¿En medio del ataque?

—Sí, lo llevaban cargado pero el Esmad nos vio y nos gaseó más, tiraba hacia donde estábamos nosotros. Entonces tuvieron que descargarlo en el separador, ahí, vea, en ese pedazo de pasto.

—¿Lo dejaron ahí?

—No, lo volvieron a cargar hasta la atención médica y luego se lo llevaron en una camioneta, pero cuando yo vi el charco de sangre que dejó en el pasto y en el piso, ahí mismo supe que el pelado no se iba a salvar. Venga, camine y le muestro.

Luego de unas horas Nicolás murió en una clínica, pero fue en Paso del Comercio donde lo mataron. El hombre que me narra los hechos se nota consternado, no es joven, se ve que está sobre los cuarenta. No está encapuchado, le pregunto por qué sigue yendo y, antes de que responda, en su mirada leo que es por lástima.

—Yo no soy quién para decirle cómo la han vivido ellos, solo les he colaborado con líquido para los ojos. Auxiliarlos, que no les falte comida, que no les falte agua, ropa… Es que… Nosotros mismos tenemos la culpa de haber discriminado a todos estos niños. Si el gobierno se hubiera puesto a educar a la juventud seguro que la gran mayoría no estaría delinquiendo. Pero si no educas al niño, ¿entonces qué quieres? Y ahora lo que quieren hacer es una limpieza social. No es justo. Yo te digo lo de Nico porque lo vi y fue duro, duro, duro. Duro ver a estos pelados morir.

—…

—Y la verdad es que oyes casos que alucinas. Hoy solamente dijo uno que antes de todo esto, llevaba varios días sin comer y que si desayunaba, no almorzaba ni cenaba, y que aquí estaba comiendo de todo y que aparte la comida se la daban con amor. Entonces ves esa diferencia de clase social que es brutal. Yo lo hablo mucho en la casa, nosotros hemos apartado a esos niños porque creemos que son bandidos y lo que pasa es que se criaron en la calle.

—¿Tú crees que todos ellos se levantaron por una rabia acumulada?

—No sé si es por rabia, yo creo que es por no tener futuro.

Cuando dice “esos niños”, el hombre se refiere a la juventud que hace parte de lo que llaman la Primera línea. Jóvenes, por lo general, entre 14 y 27 años. Los hay más chiquitos y algunos pueden ser mayores, y lo único que parece tienen en común es que son marginados. Son los mismos que están a mí alrededor, en la improvisada trinchera, poniendo su pecho como escudo para que una bala no perfore el mío.

—¡Primera línea, cubran a los periodistas!

Pasan unos segundos, tal vez minutos, y caigo en la cuenta de mi cobardía. Me salgo del escudo humano, los miro y siento dolor. La impotencia se me transforma en rabia. Les reclamo.

—¡Ustedes no pueden ir por ahí arriesgando la vida! ¡Ustedes no pueden ir por ahí arriesgando la vida por cualquiera, y menos por un periodista que sabe perfectamente los riesgos que asume cuando ingresa a estos escenarios! ¡La vida de ustedes también importa!

—Madre, nosotros escogemos por qué causa damos la vida. Para nosotros los periodistas son importantes. Necesitamos que cuenten lo que en verdad está pasando, porque es que a ustedes sí les creen.

Me despedí de los jóvenes con la certeza de que podían morir a balazos en cualquier momento. Ese fue el segundo punto que visité en Cali, el primero fue La Luna y, aunque esa es otra historia, allá también un muchacho veinteañero recibió una bala que le perforó la cabeza.




“No puede pasar”, le dice un joven, al que voy a llamar Jota, a un motorizado que se acerca hasta un punto en el que cerraron la calle en el sector de La Luna, donde está el puente de la calle 15, cerca de la galería de Santa Elena, en Cali.

“Hermano, no puede pasar, no hay paso, más adelante hay bloqueos”. El motorizado cruza sus manos sobre el timón de la moto, reposa su cabeza sobre las manos y así, inclinado, sin mirar a Jota y a los otros jóvenes que le impiden el tránsito, responde: “Así que no puedo pasar”. Después se levanta, da un giro en U en la moto y retrocede unos sesenta metros. Se estaciona, se baja con calma del vehículo, se quita el casco, se peina un poco, se lleva una mano a la cintura, desenfunda una pistola, la carga y dispara. Taz, taz, taz, taz, taz. No se sabe cuántas balas dispararon contra los muchachos, “las balas llegaban de todas partes, como si estuviera coordinado, disparaban desde arriba del puente, desde una esquina y disparaba el man”, dicen los sobrevivientes.

De pronto, el silencio. Jota se asusta. Junto a los otros jóvenes se está protegiendo de las balas entre las columnas que sostienen el puente, y ahora teme que el motorizado haya dejado de disparar para acercarse y dispararles de frente. Angustiado, Jota decide, con mucha cautela, cerciorarse de la distancia que los separa. Asoma discretamente su rostro por un lado del muro en el que está resguardado y ¡taz!, recibe un balazo en la cabeza. Bajo la voluntad de quien parece ser tirador experto, Jota cae.

Al oír los tiros, se forma un griterío, un frenesí entre los manifestantes del sector La Luna. Cuatro de sus compañeros en la Primera línea intentan recoger el cuerpo de Jota, la misión médica se acerca corriendo, el motorizado no se ha ido. Recarga otra vez su pistola con la calma de quien está acostumbrado a esos ataques y vuelve a disparar. ¡Taz, taz! Dos personas más caen heridas. La gente corre, se lanza sobre las casas que abren la puerta para brindar refugio, alguien exclama: “¡Pecho al suelo, pecho al suelo, protejan órganos vitales!”; las calles se llenan de cuerpos tendidos. De repente, una persona chilla: “¡Nooo!, rompieron una válvula de la bomba, se está escapando el gas. Nos quieren incendiar. ¡Nos quieren quemar vivos! ¡Nos van a matar a todos!”. Son casi las siete de la noche, la oscuridad ya cayó sobre ese 7 de mayo y en La Luna solo hay disparos, terror, heridos y confusión. Una escena de guerra en la ciudad. Y por fin, en una camilla, logran sacar a Jota del escenario.

La hermana de Jota, una mujer que aún no llega a los treinta, está sentada frente a mí con sus amigas, las mismas que la acompañaban el día que recibió la noticia de su hermano. Y antes de empezar, dice que la vida está cargada de ironías: el día que a Jota lo impactó un balazo, su tío, el hermano de su mamá, cumplía 31 años de haber sido asesinado por la policía.

—Nosotros somos cuatro en la casa y preciso él es el menor de todos, la ñaña de mi mamá. En la Primera línea hay de todo. Mi hermanito, por ejemplo, trabajaba, solo que salía del trabajo y venía a protestar. Yo no sabía que estaba ahí. Él había dicho ese día que no iba a ir, el día anterior unas personas vandalizaron el D1 y él dijo que eso le iba a dar excusa a la policía para que les hicieran algo o los judicializaran a todos, que por eso no iba a ir.

—Pero finalmente fue.

—Sí.

Mientras hablo con la hermana de Jota en un patio interno y destapado de una casa en La Luna, un dron pasa por encima de nuestras cabezas, y ya es la segunda vez que un avión pequeño, gris y que parece de combate, y un helicóptero de la fuerza pública, nos sobrevuelan. Digo nos porque los veo pasar, pero lo hacen sobre todo el barrio.

—En eso llevan todos estos días, el helicóptero pasa a cada rato y el dron pasó rápido hoy, porque siempre pasa súper lento, como si estuviera grabando. Pero el día que le dispararon a mi hermanito, y que la camioneta blanca empezó a disparar contra todo el mundo, ahí sí no pasó nadie.

Los bomberos llegaron y comprobaron el daño. Confirmaron que era gas, que había una tubería rota y que la válvula estaba dañada, no se podía controlar. Así que decidieron evacuar a todas las personas ubicadas a cien metros a la redonda de la estación de combustible y esperar a que se vaciara el tanque. Sin embargo, poco tiempo después tuvieron que retirarse porque unos desconocidos en una camioneta blanca aparecieron y empezaron a disparar contra la gente.

A las 7:30 p. m. circuló el primer video que advertía de la camioneta blanca disparando en La Luna, circuló principalmente por Twitter y se hizo viral de inmediato. A las 10:30 p. m. ya eran varios los videos virales: la camioneta iba, venía y disparaba a su antojo —como blanco de tiro escogió a la misión médica— y, pese a la parafernalia policial de persecución y vigilancia diaria (helicópteros, drones, cámaras), en esas tres horas ninguna autoridad apareció para detener el tiroteo.

—Yo estaba con mis amigas sentada en el andén cuando una pareja en una moto se nos acercó y nos dijo que nos entráramos porque desde una camioneta estaban disparando contra la gente, que ya había heridos. A mí me entró la angustia por mis hermanos, los dos habían estado todos los días en las manifestaciones. Llamé al mayor y estaba bien, en casa de un amigo, pero llamé al menor y no me contestó. Le insistí y nada. Me dio desespero. Seguí llamando y de pronto me contestó una mujer desde una clínica. Me dijo que a mi hermano lo habían herido de gravedad, lo habían impactado con un proyectil en la cabeza, que fuera hasta allá. ¡Imagínese! Aparte de todo, nos tocó atravesar todo eso en la calle.

—¿Tuviste que pasar en medio de los ataques?


Fabricación de escudos para la Primera Línea en Puerto Resistencia.

—¡Claro! Menos mal que la clínica estaba cerca.

—Pero llegaron bien.

—Sí, pero allá pasó algo muy raro. Cuando nosotras llegamos, al rato, cuatro tipos llegaron en motos. Tres se quedaron afuera mirándonos pero uno entró. Y como adentro ya había un familiar con mi hermanito, pues vio cuando este hombre llegó a la puerta de la pieza, les tomó una foto con el celular y luego se fue. Ahí mismo activamos el protocolo de seguridad y pedimos que lo trasladaran.

—¿Y él cómo sigue?

—Sigue vivo, afortunadamente. Pero allá en la clínica nos dimos cuenta de que esto no era fortuito, hay una estrategia política de terror, y mi hermano les sirve más muerto.

—¿Estudiaba?

—No, él trabajaba, no ha podido pasar a la universidad. Sí se presentó por tercera vez, pero no han salido los resultados.

Jota sigue vivo porque la bala se alojó en su cabeza y nunca salió, eso sí fue fortuito. Pero le tiraron a matar. Ha pasado un mes y no hay detenidos por el caso, no hay sanciones, no hay justicia y no hay respuestas. El gatillero a ojo de todos, sigue impune y libre para disparar. Hoy a nadie le queda duda de que en Cali se dispara con libertad. La camioneta blanca detuvo su tiroteo porque la guardia indígena llegó a La Luna y la cercó. Los sicarios, al parecer, lograron huir por los techos de las casas, pero alcanzaron a retener a uno. Y justo en ese momento, casi a las once de la noche, el Ejército llegó a la zona y eso dio calma a la comunidad.

Todo es muy raro. En los primeros días de esta tragedia caleña, los videos que circulaban mostraban a la policía arremetiendo y disparando contra los manifestantes, pero a partir del 6 y 7 de mayo quienes empezaron a disparar lo hacían de civil desde carros, camionetas y motos.

En algunos videos también se ven jóvenes disparando contra la policía, como el que registró una cámara en la glorieta de Siloé. Es difícil descifrar lo que sucede en Cali porque, en río revuelto, pescan los ilegales desde muchas orillas.

***

Lo primero que hay que decir de Siloé, como se conoce a la Comuna 20 de Cali, es que es un barrio estigmatizado por su pobreza y por su historial de violencia, allá han montado su fuerte todos los grupos armados, de izquierda a derecha, y ha sido inseguro por las fronteras invisibles que se han venido trazando. Dentro de sus calles hay un gobierno ilegal que se soporta sobre pistolas y fusil; un gobierno que, además, suele estar en disputa. Y, al mismo tiempo, es un lugar con mucho liderazgo social y comunal que intenta ofrecer otras opciones a los jóvenes y trabaja por acabar con los señalamientos. Guardando las proporciones —si las hay— e intentando hacer un símil, Siloé es algo así como la Comuna 13 de Medellín, y el pasado 3 de mayo también fue víctima de un brutal operativo de la policía.

Como ocurrió en Paso del Comercio, una multitud hacía una velatón en la glorieta de Siloé, esta vez en memoria de Nicolás Guerrero. De pronto llegó el Esmad y, en lo que ya parece una acción sistemática, la emprendió a gases lacrimógenos y aturdidoras para disolver la actividad. La comunidad —había niños, ancianos, gente de todas las edades— salió corriendo lastimada, desorientada, despavorida, y la Primera línea se encabronó. Entonces comenzó el tropel.

Primero volaron piedras, latas, escombros y luego empezaron a sonar disparos. A media cuadra de la glorieta hay una estación de Policía y, según los testigos, desde esa dirección empezaron a llegar balazos. El enfrentamiento se alargó por horas, la policía siguió disparando, la Primera línea tuvo que retroceder y desde la loma de Siloé empezaron a bajar “los muchachos”. Acá nadie da la cara porque están asustados, entonces, desde el anonimato, un líder de Siloé me da su versión.

—Todo el mundo sabe que en Siloé hay pandillas, hay control territorial, ellos mandan y la policía está transada. Y, de repente, llega esa misma policía y entra disparándole a la gente del barrio, esos pelados también son muchachos del barrio. Las señoras que corrían, por ejemplo, son sus abuelas, sus tías, sus mamás. ¿Usted qué cree que iba a pasar? ¿Ah? Pues acá hay grupos armados y esos grupos armados bajaron a responder. Esa noche hubo de todo, eso fue una guerra, pero la policía quería masacrar a todos los pelados. Esa fue la noche que nos quitaron el internet.

La noche terminó en masacre. Hay videos que registran a la policía disparando indiscriminadamente hacia la comunidad, al Goes (Grupo de Operaciones Especiales de la Policía) subiendo con fusiles o armas de largo alcance por las calles de Siloé, y a unos jóvenes disparando contra la policía. El saldo fueron tres jóvenes muertos a balazos, más de una veintena de heridos y una rabia común hacia la fuerza pública que terminó por unificar a las pandillas.

—¿Ya vio los casquillos? Mire, mire, esto es bala de fusil, con esto fue que nos dispararon toda la noche y tenemos como treinta de estos mismos. ¿Y ya vio los huecos que dejaron las balas en las casas? Venga, venga le muestro.

Un hombre me muestra la vainilla de una bala y me dirige hacia unas casas y casetas comerciales cercanas a la glorieta de Siloé. Tiene razón, tienen múltiples orificios de disparos, alcanzo a contar seis agujeros entre dos casas, una caseta y una panadería, algunas balas atravesaron y dejaron marcada la trayectoria del proyectil, parecen venir del lado de la policía. Después dijo: “Lo único bueno de esto es que se unieron todas las bandas, ahora sí van a saber lo que es Siloé”. En ese momento entiendo lo que escribió en Twitter Gustavo Gutiérrez, fundador de la iniciativa Biblioghetto, el día que la policía arremetió contra Siloé: “Han desatado una guerra. Se olvidan que dentro de Cali hay un subestado armado, con rabia y con falta de oportunidades”. Después de hacer un par de fotos, me despido y me acerco a las mujeres de la Primera línea. Enseguida ubico a una que parece liderar.

—¿Quiénes conforman la Primera línea?

—Acá hay de todo, barberos, latoneros, peluqueros, raperos, grafiteros, de todo.

—Sí, ¿pero quiénes la conforman? ¿Qué los motiva? ¿Si los están matando por qué siguen ahí?

—Mira, estos son todos pelados que manejan un arte pero no tienen dónde hacerlo y si tienen donde hacerlo no les da para vivir, ¿sí ves? Algunos estudian, otros no y lo único seguro que tienen es la calle, ahí es donde están las armas.

—¿Tu crees que hay muchachos armados en la Primera línea?

—Yo creo que no porque los conozco casi a todos, pero no sería raro.

—Pero…

—Lo que sí es que ahora están pendientes de que la policía no vaya a matar a la Primera línea.

—¿Cómo así?

—Sí, si se arma una balacera ellos también van a disparar.

—¿Vos cuántos años tenés?

—Treinta y dos.

—¿Sos mamá?

—De tres niños.

—¿Y no te dicen nada?

—Sí, se asustan, me dicen que no quieren que me maten, que no entienden por qué la policía nos gasea. Y yo les explico que estoy luchando por ellos, para que puedan tener un futuro.

—¿No te da miedo que te pase algo?

—Sí, a todos. Pero es que esto es necesario y ha sido muy bonito. Esto ha unido a mucha gente, ya no hay fronteras invisibles. Hace ocho años estábamos matándonos entre nosotros y ahora eso se acabó.

—¿La protesta unió a las bandas?

—Sí. Yo soy líder, yo les hablo mucho, siempre les digo que ellos tienen que unirse, que no pueden matarse entre ellos. Que hay que estar unidos para defendernos. Y por fin están oyendo.

—Pero se unieron entorno a un enemigo común, se unieron en torno de la pol…

—Sí, en torno de la policía.

—Bueno, pero supongamos que esto acabe, ¿qué va a pasar cuando el paro acabe? ¿No vuelven las fronteras invisibles?

—Yo creo que van a seguir unidos, ellos mismos han dicho que no pueden seguir matándose entre ellos porque ellos son Siloé.

Pero es bien sabido que pocas cosas son tan débiles como las treguas. Y que cuando estas se rompen, la violencia regresa recargada. Fui varias veces y siempre salí con la misma sensación, la gente no quiere que se acaben las protestas porque, aunque sea momentáneo, el paro y el bloqueo de ese punto trajeron la “paz” a Siloé.

Estoy a punto de irme, está oscureciendo y, de repente, ¡taz, taz, taz, taz, taz, taz, taz! Suenan como siete disparos. La gente corre, yo corro, todo el mundo a la expectativa, y nada pasa. La policía sigue tranquila, mirando desde su lado de la glorieta la algarabía que se formó en la comuna. Cuando aplaca el asunto pregunto qué pasó y un motorizado me responde: “Nada, fueron los muchachos. Un ladrón se quería meter a la panadería de un vecino y los muchachos lo cogieron de quieto”.

El 9 de mayo, todo el mundo vio las imágenes de personas vestidas de civil que, en un barrio al sur de Cali conocido como Ciudad Jardín, dispararon contra la minga indígena. Pero lo que más conmocionó o indignó —no sé bien cómo definir la emoción— fue que agentes de la policía parecían escoltar a quienes dispararon y no proteger a quienes recibieron los disparos. Y ahí tampoco hubo capturas, aunque todos pudieron ser detenidos en flagrancia. Horas después, el alcalde, Jorge Iván Ospina, confirmó que ocho indígenas resultaron heridos después de la balacera, uno de ellos de gravedad. La policía, por su lado, dijo: “Atendimos el llamado de auxilio de la comunidad del sector, en donde informa la ciudadanía que estaban siendo atacados por un grupo de indígenas”.

El 28 de mayo la escena volvería a repetirse, civiles amparados por la policía dispararon contra manifestantes en Ciudad Jardín. Unos días antes estuve cerca de esa zona para conversar con alguien que hizo parte de las filas paramilitares. Sin que se me permita dar mucho detalle, grosso modo me informaron que ese día se movilizaron “oficinas” —grupos de ilegales con sicarios a disposición— hacia esta zona y que la solicitud había salido de alguien que fue “coronel”. Pregunté por qué esa reacción tan desmedida.

—Es que nos tenían secuestrados. La gente se cansó y salió a desbloquear. Imagínese, llegamos al punto de no tener ni cebolla ni tomate. Era tan grande el desabastecimiento que en la panadería nos vendían una barra de pan por familia.

—¿Y se tenía que resolver a disparos?

—Pero eso empezó porque los indígenas dañaron los carros. Y usted sabe, la violencia llama más violencia. Ellos también atacaron.

—No he visto el primer video de indígenas disparando. ¿Vos sí?

—…

—…

—No, yo entiendo, yo entiendo, la violencia no es el camino pero es que estaban cansados. Y acá no vive cualquiera.

—Aquí viven varios militares y policías retirados, ¿cierto?

—No solo eso, acá vive mucho rico, mucho narco. No todos lo son, no todos lo son, eso hay que decirlo, pero acá vive gente muy pesada. Haga de cuenta La Estrella en Medellín.

En nuestra legendaria historia del narcotráfico, siempre nos contaron del cartel de Medellín y el cartel de Cali, pero poco nos hablaron del Cartel del Norte del Valle, tal vez porque en el mundo ilegal siempre se le conoció como “el cartel de la policía”. ¿La razón? Su líder y fundador, Orlando Henao —el Hombre del Overol—, y varios de sus cabecillas como Efraín Hernández Ramírez —Don Efra—, Víctor Patiño Fómeque —el Químico—, Wilber Alirio Varela —Jabón— y Danilo González eran expolicías. Este último, incluso, llegó a coronel y fue director de inteligencia del Gaula, unidad encargada de contrarrestar delitos de secuestro y extorsión. La tenebrosa alianza entre narcos caleños y el Bloque de Búsqueda para acabar con Pablo Escobar terminó dando forma a este cartel, ya que muchos de sus integrantes hicieron parte de la cacería del capo. Después vino la connivencia con los paramilitares, que en el caso de Cali fue con el Bloque Calima. Desde entonces, no son pocas las denuncias de prensa que vinculan a policías con la ilegalidad. Y tal vez todo este contexto arroje luz para entender por qué la policía fue tan blanda con las personas que dispararon en Ciudad Jardín.

La minga optó por regresar a sus resguardos y protestar por vías de hecho desde allá. Pero antes de irse pasó por varios de los puntos que se levantaron en Cali durante las manifestaciones. En Ciudad Jardín recibió balazos, pero en Puerto Resistencia se despidió entre una multitud que le cantó, la vitoreó y le pidió volver. Dos ciudades en una.

***

Los manifestantes montaron treinta puntos en total, pero los de mayor tensión en cuanto a orden público fueron once, muchos todavía en pie: Juanchito, Puente de los Mil Días, Calipso, Loma de la Cruz, Portada al Mar, Sameco, Paso del Comercio, La Luna, Puerto Resistencia, Meléndez y Siloé. Visito los últimos seis y en todos veo Primeras líneas, cada una marcada por la idiosincrasia y las dinámicas del barrio. En ellas encuentro dueñas de restaurantes quebradas, barberos, desempleados que dejó la pandemia, chicas abusadas sexualmente, jóvenes bajo el consumo de drogas, cocineras, mamás, cuidadores de carros, jaladores de carros, artistas, estudiantes, exintegrante de combo, exsoldados, músicos y habitantes de calle. Todos firmes en que no van a ceder y en que se van a “hacer matar si es necesario hasta que esto cambie”; todos pensando que si el paro dura un mes, “debe hacerse una nueva Constitución Nacional”; todos esperando que el presidente Iván Duque llegue porque alguien les dijo que esa semana sí iba. Todos llenos de resistencia pero estimulados por alguna cadena de mentiras. Y, además, esperando “negociar con el gobierno” para pedir que les “proteja la vida” y no los “judicialice”.

En un punto del que me guardo el nombre encuentro que todos en la Primera línea están armados, pero sus armas son legales. Son exsoldados profesionales y tienen permiso para llevar el armamento, algunos son soldados activos pero están de descanso. Se atrincheraron y llevan días durmiendo a un costado de una estación destruida del MIO. Como en los demás puntos, a ellos también les pregunto por qué están ahí, ¿qué están esperando?, ¿qué están exigiendo?

—Nada.

—¿Cómo nada?

—Sí, nosotros hacemos lo que decidan los jóvenes. Los manifestantes se organizaron en voceros y hay un señor que es como líder, yo simplemente me acerco todos los días y le digo: “Ordene”. Nosotros no pedimos nada, estamos acá solo para prestar un servicio.

—¿Por qué decidieron venir acá?

—Porque lo que está haciendo la policía está mal, está matando a los jóvenes. Cuando yo me di cuenta de los asesinatos, ahí mismo llamé a un grupo de lanzas que estudiaron conmigo y éramos amigos, todos aceptaron y nos vinimos para acá. Nos vamos a quedar hasta que nos ordenen que hay que irnos.

—¿Y si llega la policía?

—Depende de cómo llegue. Si se acerca hablando, se le recibe hablando. Si se acerca disparando, la sacamos disparando.

—Pero siento como que crees que sigues prestando servicio, nostálgico del monte…

—Es que es lo mismo, nosotros estamos prestando servicio, solo que esta vez estamos del lado del pueblo.

La Primera línea es eso. Jóvenes diversos, diferentes, con una nueva solidaridad de cuerpo, anhelo de cambiar sus condiciones de vida, rabia y algo de espíritu kamikaze. También repiten al mismo tiempo que no quieren que los maten. Me sorprendió la firmeza con la que están dispuestos hasta a inmolarse con tal de no ceder ante el gobierno, el autoritarismo o la policía. La Primera línea no es uniforme y no es la misma ni siquiera en los treinta puntos que levantaron en Cali para protestar, mucho menos se parece a las que surgieron en el resto del país. Les han dicho vándalos, los han llamado terroristas, pero en sus comunidades les dicen héroes, los alimentan, los aúpan y los animan a seguir. En Cali son jóvenes que más que futuro solo tienen presente y en ese presente son héroes, a eso se aferran y por esa heroicidad se van a hacer matar. Le ponen el pecho a las balas pero no tienen claras sus peticiones, todos coinciden —eso sí— en que no quieren ser judicializados.

Más de un mes de paro en el que han perdido los ojos, la vida, no puede terminar únicamente en la promesa de no ir a la cárcel de la mano de la Fiscalía. Hace un par de horas leí la nueva noticia: allá en Paso del Comercio, donde la Primera línea me protegió como escudo humano, a la una de la madrugada del 1 de junio, mataron a dos de los manifestantes. Me atormenta pensar si alguno de ellos estaba entre los que pusieron el pecho por mí.

Cuando me despedí de los jóvenes en Paso del Comercio tuve la certeza de que podían morir a balazos en cualquier momento. Mientras escribo este texto, dos de ellos ya fueron asesinados la madrugada del 1 de junio por una persona vestida de civil; el 3 de junio la víctima fue un patrullero de la policía, desaparecido en la noche y presuntamente asesinado; y el 4 de junio, dos manifestantes más fueron asesinados en medio de una violenta arremetida nocturna de la policía. Cinco víctimas en cuatro días y aunque todo ocurrió en Paso del Comercio, esa es ahora la constante en la capital del Valle del Cauca: hombres de civil que desde moto, camioneta o a pie, disparan contra los manifestantes; jóvenes de Primeras líneas aplicando lo que creen es justicia por mano propia; policías que disparan a matar al protestante y gatilleros de la noche que tienden a matar de madrugada. Y aunque esto ya sigue un patrón y parece sistemático, no hay capturas de pistoleros ni responsables. Queda claro que cualquiera tiene venia para disparar. Hoy Cali es bala, y las cruces están en las calles, no solo en un cerro lejano.



Fuente
https://universocentro.com.co
Categoría
Etiquetas