Concluye el año del calendario gregoriano entre fuegos de artificio, mientras gran parte de la humanidad continúa anclada en la convulsión y la incertidumbre por su futuro más cercano. Un año con conquistas puntuales, sin duda, y también derrotas del mismo tamaño. Pero, en la generalidad, siempre desde una visión planetaria y utilizando un término rimbombante, quizás propio de la Guerra Fría, ha sido el año del Gran Fracaso.
Me dirán que la Guerra Fría concluyó, al menos la distinguida en la historia, y que los actuales son conflictos asimétricos en un mundo multipolar en la que una de las potencias de aquella segunda mitad del siglo XX fustiga el tablero para evitar su declive. Cierto. Me refiero más bien, con lo del fracaso, al objetivo marcado por Naciones Unidas para 2023. Pocos lo recordarán. Se trataba del «El Año Internacional del Diálogo como Garantía de Paz con la finalidad de facilitar el encuentro y la colaboración de las naciones». No hace falta ser siquiera analista político, ni tertuliano del tres al cuarto, para deducir que, una vez más, las resoluciones internacionales (la ONU está formada por 193 estados), son inútiles. Un teatro crecido, sostenido por ambigüedades, falsedades y blanqueamiento de los realmente criminales.
En su preámbulo, Naciones Unidas señalaba que «Debido a tristes acontecimientos, como los conflictos bélicos, millones de personas en todo el mundo, se ha visto obligadas a huir de sus hogares hacia un destino incierto». La declaración tenía como objetivo frenar los desplazamientos forzosos. Y ha sucedido justamente lo contrario, se han incrementado. Jamás en la historia de nuestra especie se había producido semejante éxodo político. La imagen de un niño ahogado, de un adolescente acribillado en una valla, nos imputa por unos minutos la tragedia que acontece a 120 millones de personas.
Lo más ostentoso de Año del Diálogo, sin embargo, no se encontraba en la introducción, sino en las políticas que se iban a implementar en cuatro apartados: «Toma de decisiones responsables; resolución de diferencias, entendimiento mutuo y cooperación en la resolución de conflictos; erradicación de la violencia y garantía de los derechos humanos». Cada uno de esos apartados tiene decenas de señales negativas. La regresión es tan evidente que apenas deja espacio para respirar mientras modulamos la lista de agravios.
Hay otros factores, al margen de los globales, que han marcado tendencias y destapado identidades. Sin el impacto humano de las guerras abiertas, la falsedad se ha convertido en la costumbre para transformar el presente y el pasado. Un amigo me ha lanzado una frase contundente para describir la norma: «matar a los muertos», aprovechando la noticia de la entrada de los buldóceres sionistas en los cementerios de Gaza para destruir las tumbas de los palestinos allí enterrados. De la misma forma que Milei rechaza las razias de la dictadura argentina, la derecha hispana aflora su franquismo, el negacionismo político (revisionismo histórico) se ha convertido en norma habitual. Hollywood nos ha hurtado la muerte de 18 millones de hombres y mujeres de la URSS, que detuvieron el avance de Hitler en Europa, para voltear la historia y aseverar que Washington y sus soldados –los mismos que arrasaron con napalm Vietnam y abrieron la espita de Oriente Medio con la invasión de Irak– fueron los artífices de la caída del nazismo. Tampoco hay cambio climático, los recursos del planeta son inagotables, la contaminación es anecdótica y la sequía se soluciona con agua embotellada. Negacionistas y «retardistas» se han unido en la frivolización del repunte del fascismo.
El año comenzó en casa con una nueva andanada contra un relato que queremos objetivo. Fue aquella aseveración de la nieta de un alcalde franquista (fascista), aupada a la dirección de una consejería que llevaba un título relacionado con la equidad, señalando que la oposición al dictador bien podía haberse manifestado con un kaiku para evitar las estridencias revolucionarias de los que se habían dedicado a destrozar los símbolos de la dictadura y a eliminar a un comisario que había hecho carrera policial con la Gestapo.
Y remató con un nuevo atentado a la verdad, el enésimo, en el recuerdo de los 50 años de aquel operativo que concluyó con la muerte del delfín de Franco, al que habían bautizado con el sobrenombre de Ogro. Las falacias que se han desplegado para re-relatar la acción contra el almirante y duque póstumo, han estado a la altura de lo que se esperaba de una brunete que dedujo que una cinta de la Orquesta Mondragón en el vehículo de uno de los autores de la masacre del 11M en Madrid, era el indicio necesario para demostrar que los sucesores de Txikia y Argala habían participado en la conspiración para arrinconar electoralmente a Aznar, el de las Azores y las armas de destrucción masiva. Ya no fue un tiranicidio (sinónimo de la titanomaquia que dirían los griegos antiguos, cuando los olimpos derrotaron a los ogros de entonces, los titanes) sino un atentado contra la democracia que el Ogro proponía.
El año de Gran Fracaso, sin embargo, dejó, como afirmaba al comienzo, conquistas puntuales, en medio de la gran expropiación, la conversión de lo público en privado, con el desmantelamiento de Osakidetza como foco principal. Concluyó la política penitenciaria española de alejamiento y dispersión de los presos políticos vascos, por cierto, iniciada durante el franquismo. La presencia electoral y en la calle ultra es marginal en Euskal Herria, en comparación con Europa, a pesar del apoyo de algunos medios. Las comunidades locales se reforzaron, el kilómetro cero avanza y la Euskal Herria B que canta Jon Maia se abre paso hacia una mayor visibilización. Queda tramo por recorrer. El año se cierra, además, con una noticia que espolea a la esperanza. Las batallas coyunturales también merecen la pena y Joseba Asiron recupera la alcaldía de Iruñea, nuestra matriz, la de los sueños y la real.