Hace unos días se ha cumplido el aniversario de la muerte de Thomas Sankara, en un crimen cometido en 1987 por sicarios que, precisamente, se han sentado en el banquillo en Uagadugú desde el 11 de octubre para responder por el magnicidio. Sankara, dirigente de Burkina Faso, «la patria de los hombres íntegros» en idioma nativo mossi, es un gran desconocido entre nosotros, como lo son la mayoría de revolucionarios sin etiqueta europea. En eso, seguimos siendo eurocéntricos.
África ha sido el patio trasero de intereses económicos en los que los africanos poco o nada han participado. Dentro de unas semanas, ya que he comenzado con aniversarios, se cumplirán 137 años de aquel mapa vergonzoso en el que, desde Berlín, las metrópolis europeas trazaron la marca de los estados africanos que, al día de hoy, siguen siendo validadas. La ocupación colonial provocó decenas de genocidios. El imperialismo penetró en el continente después de que sus costas fueran esquilmadas desde tiempo atrás para proveer de mano de obra a otro hemisferio vandalizado por Europa, Abya Yala o América.
El despojo y la tutela sigue siendo la seña identitaria de una relación desequilibrada. No sólo en la extracción de metales raros como el coltán, estratégicos para el desarrollo tecnológico y económico, sino también para mantener la estructura colonial. Mientras las miradas se focalizaban en la retirada de tropas occidentales de Afganistán o Irak, París mantiene las suyas activas en un escenario desconocido para la mayoría, Malí. Matando civiles en una guerra no declarada. ¿Y qué decir de la pandemia? Cuando en Hego Euskal Herria nos acercamos al 90% de vacunación y a un relativo control de la pandemia, en África, como recordó recientemente Hage Geingob, presidente de Namibia, el apartheid continua con las vacunas. Los niveles de vacunación son ínfimos, mientras a la clase política blanca se le llena la boca con palabras supuestamente solidarias.
Aquellas descolonizaciones que conocimos cuando despuntábamos al mundo, en medio de una sombría dictadura, y que nos hicieron ser como somos políticamente, superando el JEL y las conspiraciones de taberna, tuvieron unos protagonistas que merecen, aunque sea someramente, nuestra admiración y reconocimiento. No fue únicamente Nelson Mandela, sino que otros como Amílcar Cabral, Ransome-Kuti , Patrice Lumumba, Mabel Dove-Danquah, o Samora Machel grabaron su huella. Alguno fue más tarde, es cierto, en la década de 1980, hombres de un país al que Francia había puesto en un segundo el nombre de Alto Volta, como Thomas Sankara. Lo aclamaron como el «Che africano». A pesar del salto, el argentino y cubano murió en 1967, ¿por qué no llamar a Ernesto Guevara, el «Sankara americano»?
No me propongo hacer aquí una lista de citas célebres de Sankara, ni tampoco glosar su figura. Para eso están otros medios, como la recopilación de sus escritos y biografías. Incluso hay una taberna en Baiona cuyo nombre recuerda al revolucionario. Sankara, como escribió Bruno Jaffré, sintetizando su breve aportación política «promovió un desarrollo económico centrado en su país, lucho drásticamente contra la corrupción, defendió la educación universal y la liberación femenina». Hace más de doscientos años, Charles Fourier subrayó que «la mutación en una época histórica se puede medir mirando el progreso de las mujeres hacia la libertad». Burkina Faso de Sankara pudo ser pautada con esa norma. Cuando Sankara llegó a la presidencia sentenció: «Nuestra sociedad ha relegado a las mujeres al rango de animales de carga».
El modelo cubano de revolución inspiró los primeros pasos de Sankara. Wikipedia, nada sospechosa de radicalismo, se atreve a juzgar su proyecto con una frase redonda: «lanzó el programa de cambio social y económico más ambicioso jamás intentado en el continente africano». Realizó una obra de moralización de la administración reduciendo al mínimo los costes de gestión y sus propiedades fueron «unos libros, una motocicleta y una pequeña casa de la que tenía que seguir pagando el crédito». Implementó una ambiciosa campaña de vacunación contra la polio y la meningitis que alcanzó a dos millones y medio de personas en una semana y por la que recibió la felicitación de la OMS. Aumentó las escuelas, ambulatorios, viviendas populares rodeadas de árboles, miles de campos de deporte y salas de cine en las aldeas, transporte público...
En 1987, pocos meses antes de su muerte, representantes del Gobierno burkinés se interesaron por la situación de los deportados vascos en la isla de Cabo Verde. Mantuvieron reuniones con delegados de la izquierda abertzale y se comprometieron a acoger a refugiados vascos en Burkina Faso. Desde “Zutabe” (número 46), la revista interna de ETA, se elogió la revolución y apareció una entrevista con Sankara. El asesinato del presidente en octubre de 1987 por un golpe de Estado promovido por EEUU y Francia y ejecutado por Blaise Compaoré, que se alzó al poder, echó al traste el proyecto. Compaoré se alargó en la cúpula del Gobierno hasta finales de 2014, cuando una revuelta popular le echó del país, refugiándose en Costa de Marfil.
En estos días, el juicio contra los autores del golpe de estado que depuso y acabó con la vida de Sankara ha dejado fuera a los instigadores. Incluso Compaoré, protegido por Francia, no estará presente en las sesiones. La mano larga de París sigue presente en este 2021 donde la razón de Estado cubre la política exterior de hace décadas. Sankara fue depuesto en plena cohabitación Chirac-Mitterrand. El segundo, presidente de la República, Chirac primer ministro. Socialista y gaullista, de derechas. Ambos hidalgos de la patria gala.
A Sankara no lo mataron los GAL. Pero las maniobras para su desaparición provinieron de las mismas cloacas, las aventadas por François Mitterrand. Unos días antes de la muerte de Sankara, Euskal Herria conoció la mayor razia policial desde la guerra civil. Cerca de doscientos detenidos, la mayoría en suelo administrativamente francés.