Trump sanciona a la Corte Penal Internacional por investigar crímenes de guerra de EE UU e Israel

Soldados de EE UU patrullan en Afganistán
Roberto Montoya

Donald Trump está furioso. No podía imaginar que la Corte Penal Internacional se decidiera precisamente al final de su mandato a iniciar una causa sobre los crímenes de guerra cometidos por tropas estadounidenses y agentes de la CIA en Afganistán.

El procedimiento autorizado por la Corte Penal Internacional (CPI) cuatro años después de que lo solicitara su fiscal principal, la gambiana Fatou Bensouda, incluye investigar crímenes de guerra en Afganistán así como también la responsabilidad de personal de EE UU en las detenciones ilegales y torturas practicadas por agentes de la CIA en numerosos black sites, las cárceles secretas situadas en países de Oriente Medio, Asia y Europa —Polonia, Rumanía y Lituania—, utilizadas durante la Administración Bush contra sospechosos de ser miembros de Al Qaeda.

Trump confiaba que la solicitud de la fiscal no prosperara dado que ya en abril de 2019 la Corte rechazó dar inicio a la causa judicial, argumentando que era previsible que ni EE UU, ni el Gobierno afgano ni los talibán cooperaran con ella.

Aquella decisión, que en su momento tranquilizó a Washington —aunque igual negó el visado a la fiscal Bensouda—, produjo gran malestar e indignación entre supervivientes, familiares de víctimas y organizaciones humanitarias.

Human Rights Watch dijo en su momento que la decisión suponía “un golpe devastador para las víctimas” y que enviaba “un mensaje peligroso a los perpetradores que sabrán que pueden escabullir la ley simplemente no cooperando con ella”.

Sin embargo ese fallo de 2019 fue recurrido ante la Cámara de Apelaciones de la CPI, y los jueces de esa cámara interpretaron que las normas de la CPI establecen que una investigación debe seguir adelante aunque se prevea falta de colaboración de los protagonistas. Trump ha reaccionado rápidamente ante este inesperado cambio drástico de interpretación.

El pasado 11 de junio Trump firmó una Orden Ejecutiva presidencial por la cual se anuncian las sanciones a las que se exponen no solo los funcionarios de la CPI sino también todos sus familiares cercanos, si ese tribunal se atreve a “investigar, arrestar, detener o procesar a personal de Estados Unidos sin el consentimiento de EE UU”.

En otro apartado de la orden se aclara que EE UU protegerá de la acción de la CPI no solo a militares, agentes de Inteligencia, diplomáticos y otro personal público estadounidense, sino también a los miles de mercenarios pertenecientes a compañías privadas militares que ha contratado el Pentágono durante estos casi 19 años de guerra en Afganistán.

EE UU impedirá la entrada en su territorio a cualquier funcionario de la CPI y sus familiares y bloqueará cuentas, propiedades y bienes que tengan en EE UU, castigando igualmente a cualquier persona que ayude de una u otra forma a alguno de los sancionados.

En la Sección 1 apartado B de esa Orden Ejecutiva se prevé también aplicar las mismas sanciones a los aliados de EE UU que se vean afectados por una investigación similar, en alusión fundamentalmente a Israel, país contra el que se ha abierto paralelamente un proceso por los crímenes cometidos en los territorios palestinos ocupados.

La Orden Ejecutiva considera que la decisión de la CPI viola la soberanía de Estados Unidos y “constituye una inédita y extraordinaria amenaza a la seguridad nacional y a la política exterior" de Estados Unidos.

“Por la presente declaro una emergencia nacional para hacer frente a esa amenaza”, anunció Trump en su Orden.

Por su parte, en rueda de prensa Mike Pompeo, secretario de Defensa estadounidense, Mark Esper, secretario de Defensa, Robert O'Brien, asesor de Seguridad Nacional, y el fiscal general, William Barr, dejaron claro que la Orden Ejecutiva era solo la primera medida contra la CPI, y anunciaron que a su vez llevarán a cabo una contrainvestigación contra la Corte.

“El Gobierno de los Estados Unidos tiene razones para dudar de la honestidad de la CPI. El Departamento de Justicia ha recibido información sustancial creíble que plantea serias preocupaciones sobre una larga historia de corrupción financiera y malversación en los niveles más altos de la oficina del fiscal”, dijo William Barr.

La poderosa ACLU (siglas en inglés de la Unión Americana de Libertades Civiles), condenó la decisión de EE UU y dijo que “se está actuando como un régimen autoritario al intimidar a jueces y fiscales comprometidos en perseguir a países que cometen crímenes de guerra”.

La propia CPI ha respondido igualmente al Gobierno de Trump: “Estos ataques constituyen un intento inaceptable de interferir con el estado de derecho y los procedimientos judiciales de la Corte”.

La Corte Penal Internacional comenzó a operar en 2002, poco después de que se iniciara la Guerra contra el Terror de George W. Bush y sus aliados contra el Gobierno de los talibán, constituyendo el primer tribunal internacional facultado para juzgar crímenes de guerra, de lesa humanidad o genocidio por los 123 países que han firmado su pacto fundacional, el Tratado de Roma.

Es el primero de esas características —no ad hoc como otros— desde la creación del Tribunal Militar Internacional que llevó a cabo en Nüremberg los juicios a los genocidas nazis tras el fin de la II Guerra Mundial.

Las denuncias por la crueldad utilizada por las tropas estadounidense contra los detenidos y sus atropellos y ultrajes a la población civil surgieron desde el primer momento.

Tiempo después se pudo probar que no eran simples excesos de algunos militares sino un programa diseñado desde la propia Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Justicia.

Muchas de las víctimas fueron trasladadas de forma inhumana a partir de enero de 2002 en avión por EE UU a la prisión de su base naval de Guantánamo, en territorio cubano ocupado ilegalmente desde hace un siglo, donde fueron torturados durante años.

Algunas de esas víctimas sobrevivientes y otras que aún permanecen en esa cárcel ilegal aportaron sus testimonios e impulsaron a través de sus abogados el reclamo ante la CPI para investigar los hechos.

Cientos de miles de víctimas después, es la primera vez que un tribunal internacional toma cartas en el asunto y decide que los crímenes cometidos no pueden quedar impunes.

La investigación alcanza no solo al personal militar y civil que operó bajo mando de las autoridades estadounidenses, sino también a las fuerzas gubernamentales afganas y a las milicias de los talibán.

El conflicto de Estados Unidos e Israel con la Corte Penal Internacional se inició desde el mismo momento en que comenzaron las discusiones para su creación en la segunda mitad de los 90.

Estados Unidos, bajo la presidencia de Bill Clinton, fue uno de los siete países que rechazaron en 1998 votar el Estatuto de Roma que puso en marcha el tribunal. Durante la Conferencia Diplomática de las Naciones Unidas, celebrada en Roma del 15 de junio al 17 de julio de 1998, 160 países votaron a favor, mientras que EE UU votó en contra, al igual que Israel, China, Turquía, Libia, Iraq y Yemen.

Los republicanos querían ir más lejos en aquel momento. El ultraconservador senador republicano Jesse Helms, a quien hoy admiraría Santiago Abascal, llegó a decir el 31 de julio de 1998: “Rechazar el tratado de Roma no es suficiente. Los Estados Unidos tienen que combatirlo”.

“La CPI es de hecho un monstruo, y tenemos la responsabilidad de descuartizarlo antes de que crezca y acabe devorándonos”, dijo Helms, entonces presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado.

Helms se preguntaba en la Cámara Alta: “¿Pueden ustedes imaginar lo que hubiera ocurrido si este tribunal hubiera estado ya en funcionamiento durante la invasión estadounidense de Panamá, en la de Granada o en el bombardeo de Trípoli? En ninguno de estos casos los Estados Unidos solicitaron el permiso de las Naciones Unidas para defender nuestros intereses”.

Fue solo cuatro años después de la firma del Estatuto de Roma, y en vísperas de abandonar la Casa Blanca, cuando Clinton decidió firmarlo y propuso que lo ratificara el Gobierno entrante, el del republicano George W. Bush. Este no solo no lo ratificó sino que retiró la firma de EE UU del tratado que había hecho su antecesor.

Durante sus ocho años de mandato Barack Obama tampoco propuso firmarlo. Y, de hecho, la investigación de la CPI sobre los crímenes cometidos en Afganistán se centran especialmente en el periodo de 2003 a 2014. Obama asumió su cargo en 2009 y lo dejó en 2016.

Por ello Estados Unidos no es un Estado miembro y no reconoce la competencia de la CPI sobre ningún ciudadano estadounidense, aunque haya cometido fuera de sus fronteras alguno de los crímenes para los cuales es competente ese tribunal.

Según el Estatuto de Roma, la CPI solo puede actuar sobre un ciudadano que ha participado en crímenes de guerra, de lesa humanidad o genocidio, cuando la propia justicia de su país no puede o no quiere hacerlo, adoptando así un criterio fundamental de la justicia universal.

Miles de militares estadounidenses, agentes de la CIA y mercenarios bajo órdenes de EE UU estuvieron involucrados en las torturas y crímenes investigados por la CPI y siguen impunes.

De ser reelegido Trump en noviembre, sus represalias contra el alto tribunal podrían ser mayores, mientras la ONU y la comunidad internacional observan, una vez más, impasibles.

Fuente
https://www.elsaltodiario.com/
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