Niebla sobre el Báltico

Nord Stream II
Fabian Scheidler

Hace un año, tres de los cuatro ramales de los gasoductos Nord Stream 1 y 2 explotaron en el fondo del mar Báltico. Desde entonces han salido a la luz diversos reportajes sobre los presuntos responsables del mayor sabotaje de la historia reciente, y en torno a ellos ha crecido una maraña de especulaciones. Es hora de intentar desenredar esta madeja y comprobar la verosimilitud de los relatos.

Primero apareció, el 8 de febrero de 2023, el reportaje del periodista de investigación y premio Pulitzer Seymour Hersh, el cual, citando una fuente anónima, afirmaba que el responsable de los atentados era el Gobierno de Estados Unidos con el apoyo de militares noruegos. Después, el 7 de marzo, The New York Times –del que Hersh fue en su día reportero estrella– publicó su propia historia, que afirmaba que no había sido el Gobierno de Estados Unidos, sino un “grupo disidente proucraniano” el que había llevado a cabo los ataques utilizando un velero alquilado. Las fuentes, de nuevo, eran anónimas. Simultáneamente, el semanario alemán Die Zeit publicaba una versión más detallada, que remite en parte a la información facilitada por la Fiscalía General alemana.

Empecemos por la historia del velero, en la que expertos militares y periodistas han detectado numerosas incoherencias. Las autoridades suecas y alemanas encargadas de la investigación han señalado, en repetidas ocasiones, que únicamente un agente estatal podría ser responsable del crimen. El barco y las circunstancias no encajan ciertamente con el esfuerzo logístico de una operación militar compleja. Colocar cientos de kilos de explosivos bajo el agua obliga a izar equipos y localizar boyas. Realizar varias inmersiones que exigen horas de trabajo a 80 metros de profundidad requiere tiempos de descompresión extremadamente largos, de hasta varios días; el único modo de acortar estos tiempos es con una cámara de descompresión que, sin embargo, no cabe en el velero citado. Además, la popa elevada del yate lo hace inadecuado para que los buzos se lancen al agua con un equipo pesado y media tonelada de explosivos. El largo rodeo desde Polonia hasta Bornholm pasando por Rostock no tiene sentido –ni muchas cosas más–. 

Más allá de estas cuestiones logísticas, también hay otro punto crítico. Según la Fiscalía General alemana, en la mesa del camarote del velero se encontraron restos de explosivos, la única prueba concreta conocida hasta ahora. Sin embargo, cabe preguntarse por qué, si se suponía que los autores eran capaces de llevar a cabo una operación militar tan sofisticada, ni siquiera limpiaron el barco. Holger Stark, jefe del departamento de Investigación del semanario alemán Die Zeit, escribió: “Al parecer, los atacantes estaban bajo presión y no tuvieron tiempo suficiente para borrar su rastro”. El lugar del ataque está a cientos de kilómetros del puerto de Rostock, donde se devolvió el yate. ¿Cómo es que los autores no tuvieron tiempo de eliminar sus huellas en esta larga travesía? Además, las investigaciones de la Fiscalía no tuvieron lugar hasta enero, meses después de los atentados, tiempo suficiente para cubrir pistas o dejar otras nuevas. Y lo que es aún más importante: los expertos en explosivos y los investigadores han señalado en repetidas ocasiones que para destruir una estructura de hormigón y acero tan inmensa debieron emplearse explosivos submarinos de tipo militar. Este tipo de artefactos explosivos no se montan en la mesa de la cocina, sino que se envuelven de modo que adquieran gran impermeabilidad y normalmente no dejan rastro. 

De hecho, la discutible historia de los rastros de explosivos da cabida a una interpretación completamente diferente. ¿Podría tratarse de un rastro falso colocado de forma deliberada para distraer la atención de los verdaderos autores? Por ejemplo, Jeremy Scahill, cofundador de The Intercept, lo considera posible. Scahill, cuyas investigaciones sobre operaciones encubiertas ya han dado lugar a varias comisiones del Congreso de EE.UU., escribió con respecto a los rastros de explosivos: “O se trata de una operación increíblemente chapucera, una prueba de amateurismo total, o de una ‘pista’ dejada intencionadamente para intentar engañar”. 

Si se trata de una pista falsa, la pregunta es quién pudo dejarla y con qué intención. Según The New York Times, las pistas sobre la historia del velero procedían de funcionarios estadounidenses, que a su vez se basaban en fuentes de los servicios de inteligencia. El momento elegido tampoco es casual. Los funcionarios estadounidenses empezaron a difundir la nueva historia únicamente después de que el artículo de Seymour Hersh causara sensación en todo el mundo, desde el Bundestag alemán hasta el Consejo de Seguridad de la ONU. Estados Unidos estaba bajo presión, sobre todo porque las declaraciones que hizo el presidente Biden en febrero de 2022 diciendo que Estados Unidos pondría fin a los oleoductos estaban siendo revaluadas en todo el mundo. Scahill también escribió que la forma en que la información se filtró a The New York Times “recordaba a otros esfuerzos de fuentes anónimas de los servicios de inteligencia de EE.UU. por blanquear una narrativa bajo la apariencia de una primicia periodística”. En una entrevista añadió: “Creo que (...) hay miembros dentro de la comunidad de los servicios de inteligencia de Estados Unidos que están urdiendo esta historia, y lo están haciendo por una de estas dos razones: o bien para distraer la atención del informe de Hersh o porque es representativa de algún tipo de operación de engaño”.

El razonamiento de Scahill está respaldado por Steven Aftergood, que dirigió el Proyecto sobre el Secreto Gubernamental de la Federación de Científicos Estadounidenses de 1991 a 2021. Aftergood señala que la difusión de falsas narrativas alternativas con el objetivo de encubrir una operación “es una práctica establecida en operaciones militares y actividades de los servicios de inteligencia”. A menudo se denomina “encubrimiento y engaño”, afirmó.

La entrega de desinformación deliberada por parte de fuentes de los servicios de inteligencia a órganos de prensa, que luego la difunden sin crítica, no es, por desgracia, infrecuente en la historia de Estados Unidos. El caso más famoso es, por supuesto, el falso informe sobre las armas de destrucción masiva en Irak. En su momento, fue The New York Times el que otorgó a esta mentira trascendental la respetabilidad del periodismo de calidad. Un año más tarde, después de que cientos de miles de personas hubieran muerto en Irak, The New York Times se disculpó diciendo: “En retrospectiva desearíamos haber sido más combativos a la hora de reexaminar las alegaciones”. 

Desgraciadamente, en este caso tampoco se puede hablar de un análisis exhaustivo de la historia del velero. Julian Barnes, uno de los autores del artículo de The New York Times que se publicó el 7 de marzo, celebró en el pódcast del periódico que su equipo supiera ahora quién era el responsable de los atentados –aunque al final de la emisión dijo lo contrario. “Debo dejar muy claro que en realidad sabemos muy poco. Este grupo sigue siendo un misterio, no sólo para nosotros, sino también para los funcionarios del gobierno estadounidense con los que hemos hablado”. Y después añade una frase sorprendente: los funcionarios del gobierno estadounidense “saben que [el grupo] no está vinculado al gobierno ucraniano”. Pero, si este grupo es tan misterioso, ¿cómo se va a saber exactamente con quién no está relacionado? 

Un examen más detenido revela que la historia del velero es, en el mejor de los casos, bastante inverosímil y, en el peor, una pista falsa en la que han caído prestigiosos medios de comunicación. Esto no significa que no se deba seguir investigando. No es en absoluto imposible que el velero haya desempeñado algún papel, aunque no fuera el que se sospecha. Incluso si se trata de una pista falsa, podría conducir al verdadero culpable.

Y eso nos lleva a la historia alternativa de Seymour Hersh y a la cuestión de hasta qué punto es creíble. La única crítica concreta a sus declaraciones, más allá de los consabidos desmentidos del gobierno estadounidense y de la CIA, ha procedido hasta ahora del ámbito de la inteligencia de fuentes abiertas (Open Source Intelligence u OSINT, por sus siglas en inglés), es decir, de los recopiladores de datos que evalúan la información de libre acceso sobre el tráfico aéreo y marítimo. El artículo más citado al respecto es, con diferencia, el de Oliver Alexander. Un elemento central del artículo de Alexander es la afirmación de que las tesis de Hersh son inverosímiles porque, durante el periodo en cuestión, sobre el lugar de las detonaciones no se localizó ningún avión noruego P-8, que según Hersh lanzó el detonador de las bombas. Hersh ha señalado en repetidas ocasiones que la elusión y el engaño de la OSINT formaba parte de la planificación operativa y que, en cualquier caso, es habitual en este tipo de operaciones encubiertas. El propio Oliver Alexander afirma en su artículo que el rastreo de la OSINT puede eludirse técnicamente en los aviones P-8, lo que invalida su propio argumento. 

Hasta ahora, la historia de Seymour Hersh no ha sido probada ni refutada, y es aconsejable, como en cualquier caso criminal, estar abierto a giros inesperados. Sin embargo, Hersh cuenta con un sólido apoyo, una segunda fuente independiente, por así decirlo: las declaraciones del propio presidente de Estados Unidos. El 7 de febrero de 2022, Joe Biden anunció en una rueda de prensa en la Casa Blanca con el canciller alemán Olaf Scholz que Estados Unidos “pondría fin” al oleoducto si Rusia invadía Ucrania. No sólo fue llamativa la declaración en sí, sino también la reacción del canciller y, posteriormente, de casi todo el panorama mediático occidental: silencio. ¿No acababa de decir un presidente estadounidense que acabaría, por su cuenta, con una infraestructura crítica de un aliado? ¿No debería de haber provocado inmediatamente un debate sobre cuestiones de soberanía nacional? 

Incluso después de los atentados, se prestó poca atención a esta parte de la conferencia de prensa. No obstante, para cualquier investigador imparcial, Estados Unidos debería haber sido el principal sospechoso sólo por estas declaraciones. Para ello ni siquiera fue necesaria la confirmación de la subsecretaria de Estado Victoria Nuland –famosa por su declaración “Que se joda la UE”–, que después de los atentados comentó: “El gobierno de Estados Unidos se congratula de que Nord Stream 2 sea ahora un trozo de metal en el fondo del mar”, una extraña reacción ante uno de los casos más graves de terrorismo internacional de la historia reciente.

A pesar de la claridad de estas palabras, a día de hoy, las autoridades y los medios de comunicación de ambos lados del Atlántico rehúyen de forma visible las insinuaciones de que Estados Unidos pueda estar implicado. Esta conducta evasiva no sorprende en absoluto, porque lo que está en juego es enorme, tanto para Estados Unidos como para Europa. Si resulta que Estados Unidos efectivamente ordenó la destrucción de las infraestructuras de un aliado, el futuro de la OTAN podría estar en entredicho. No es de extrañar que la gente prefiera no tocar esta patata caliente. Sin embargo, precisamente por eso, es necesario que haya una comisión de investigación internacional independiente sobre Nord Stream. Los países de la OTAN que han investigado hasta ahora deben considerarse parciales.

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Este artículo se publicó originalmente en inglés, en Substack.

Traducción de Paloma Farré. 

Fuente
https://ctxt.es/
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