Colombia: Doctrina militar para la guerra, movilización social para la paz

Manifestante denuncia muerte de Javier Ordoñez
Daniel Pérez Quintana

Las jornadas de protesta por el asesinato de Javier Ordoñez el 9 y 10 de septiembre en Bogotá, representan el hartazgo a la violencia sistemática de la policía, al tratamiento de guerra de la protesta social, pero también a las consecuencias del modelo neoliberal que solo ha dejado pobreza y exclusión.

En las primeras horas del miércoles 9 de septiembre Javier salió de su casa acompañado de su amigo Wilder camino al comercio de la esquina para reabastecerse de la bebida que acompañaba la celebración que había iniciado unas horas antes en su vivienda, y en la que familiares y amigos esperaban el regreso de los dos amigos. Javier nunca volvió, fue asesinado por dos miembros de la policía adscritos al Comando de Acción Inmediata (CAI) del barrio Villa Luz, localidad de Engativá, en la capital del país. Fue un asesinato que, como muchos otros, que quisieron ocultar tras el eufemismo de “muerte tras procedimiento policial”.

El uso desproporcionado de la fuerza usado por los agentes de policía en el que usaron una pìstola “taser” repetidas veces sobre la humanidad de Javier Ordoñez, el posterior traslado al CAI en el que los golpes con bolillo (macana) y la tortura fueron permanentes y la negativa de trasladarlo a tiempo a un hospital provocaron la muerte de este ciudadano. Hasta este punto no hay cabida a zonas grises, los videos del Wilder y otros ciudadanos demuestran que el “procedimiento” de los agentes de policía está más relacionado con un acto de tortura; la necropcia de medicina legal demuestra que Javier tenia nueve fracturas de cráneo; el testimonio de Wlder, su amigo, que vivió toda esa oscura madrugada en carne propia, ratifica la sevicia con la actuó la policia.

Conocido el asesinato de Javier por medio de las redes sociales, una avalancha de ciudadanos salió a las calles para repudiar este acto, convencidos de que este tipo de procedimientos violentos por parte de la fuerza pública no son hechos aislados, sino que hacen parte de un modus operandi sistemático que se viene denunciando desde hace muchos años, pero del cual ninguna institución de control ha tomado nota para investigarlo.

Como era de esperarse, los puntos de encuentro de las multitudes autoconvocadas fueron los CAI´s, zonas liberadas en las que la misma policía comete múltiples delitos contra las y los ciudadanos, y que se convirtieron en objeto de desprecio por lo que han significado hasta ahora. Vidrios blindados rotos, paredes de concreto reforzado tiradas al piso, grafitis de denuncia en las que se lee “asesinos”, “violadores”, “delincuentes” y muchos otros epítetos que demuestran la percepción de la ciudadanía frente a esa institución que debería proteger a las personas.

Frente al evidente rechazo de la ciudadanía del accionar de la fuerza pública, ésta no tuvo mayor reparo en consolidar esa imagen deplorable que han construido a pulso durante tanto tiempo. Es así como en las jornadas de protesta por el asesinato de Javier Ordoñez la policía, en un modus operandi unificado, y rompiendo todo protocolo de contensión de la protesta, derecho fundamental en cualquier democracia respetable, fueron asesinados por arma de fuego 13 personas más y otras 60 fueron heridas por este mismo medio, más de 300 ciudadanos fueron heridos por diferentes medios y por lo menos tres mujeres fueron abusadas dentro de los mismos CAI´s por varios uniformados.

¿Policía civil o policía militar?

La policía en Colombia, a diferencia de la gran mayoría de países de la región, hace parte del Ministerio de Defensa a pesar de estar concebida como una fuerza de carácter civil dentro de la Constitución Nacional. Esto ha generado que los miembros de esta institución que han cometido delitos contra la población sean investigados y juzgados dentro del régimen de la Justicia Penal Militar y no por la fiscalía y la justicia ordinaria como constitucionalmente debería ser. Uno de los grandes problemas sobre esta particularidad es que Colombia esté en el puesto 5 de los países de la región con mayores índices de impunidad según el Indice Global de Impunidad IGI realizado por la Universidad de las Americas de Puebla. Y que delitos como la desaparición forzada, que hasta 2018 se habían registraron 80 mil y en los que han participado directa e indirectamente miembros del ejercito y la policia, se encuentren en un 99.5% sin resolver.

Sin embargo, no es un hecho reciente la concepción militar de la policía. Investigadores como Alejo Vargas, experto en seguridad de la Universidad Nacional de Colombia, plantea que es una particularidad que data de la misma construcción del Estado Nación y del bipartidismo que desde los inicios del siglo XX usaron a las policías locales como instrumentos de violencia partidaria. Con la conformación del Frente Nacional en 1956, acuerdo político entre los dos partidos tradicionales para repartirse el poder por un periodo de 15 años, la consolidación de la idea del “enemigo interno” parida por la Doctrina de Seguridad Nacional de EEUU y la necesidad de tomar control territorial en las periferias del país, la policía se convirtió en un brazo armado local, con técnicas de contrainsurgencia que sirvieron para “contener” el ataque de las guerrillas en los cascos urbanos de los municipios más apartados del país.

Para el investigador, el conflicto armado interno concibió una policía muy militarizada y un ejército muy policivo que, incluso después de la firma de los Acuerdos de Paz, sigue siendo convocado a las ciudades para realizar apoyo a la policía en la contención de la protesta social, al fiel estilo de las viejas dictaduras latinoamericanas de mediados del siglo XX.

A las acciones de violencia realizadas por la policía en las jornadas del 9 y 10 de septiembre contra la población civil se le sumó la persecución dentro de los hospitales a todas aquellas personas que habían ingresado por urgencias producto de la violencia de dicha jornada. Con orden judicial en mano, se les instaba (obligaba) a las autoridades de los centros hospitalarios a entregar nombres, documentos de identidad y descripciones de epicrisis con el objetivo de judicializar a las víctimas, allanando el camino a esa hipótesis de que la institucionalidad en Colombia está forjada con la misma doctrina de del enemigo interno.

Las masacres ahora también son en las grandes ciudades

Los hechos de Bogotá se suman a una serie de agresiones sistemáticas contra la población, que han ido aumentando desde la posesión de Iván Duque. Entre el 1 de enero y el 21 de septiembre del 2020 se han cometido 61 masacres en las cuales fueron asesinadas 246 personas, según el informe del Insituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz INDEPAZ.

Para entender este fenómeno de violencia sistemática hay que poner foco en el incumplimiento de los Acuerdos de Paz que viene generando el Estado en cabeza, principalmente, del actual gobierno. Y es que no es un misterio la consabida estrategia de “hacer trizas” los acuerdos que se fue configurando desde la misma campaña presidencial, particularmente por parte del partido político que hoy está en el gobierno, el Centro Democrático. Dicha estrategia tiene dos tipos de acciones principales: doble discurso sobre el Acuerdo de Paz. Duque sigue planteando que los acuerdos van por “buen camino” al mismo tiempo que se desarrollan políticas que están en contra de éstos, como por ejemplo el punto 1 sobre la Reforma Rural Integral al que se le contrapuso las Zonas Estratégicas de intervención Integral ZEII; el punto 4 sobre la erradicación y sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, política que el gobierno abandonó para retomar la erradicación forzada y fumigación aérea de glifosato no solo contra cultivos de uso ilícito, sino también contra cultivos de pancoger y contra la población campesina.

Otro aspecto es la desfinanciación del proceso de paz, a partir de la “imputación arbitraria de recursos en nombre de la implementación”, lo cual quiere decir que el gobierno ha gastado el dinero de la implementación en otros aspectos, algunos de ellos que no tienen nada que ver con la paz. Según el informe El aprendiz del embrujo en el que participaron más de 500 organizaciones y que realiza un balance de la gestión de Duque en sus primeros dos años, el presidente “frenó la implementación normativa del Acuerdo de Paz, no solo porque dejó de impulsar los proyectos que ya estaban en trámite, sino que no presentó ningún proyecto de ley al Congreso dirigido a la implementación de aquel”.

Uno de los aspectos más preocupantes es la ausencia del desmonte efectivo de los grupos paramilitares, punto de gran debate durante las negociaciones de la Habana y que por primera vez permitió que el Estado reconociera los vínculos estrechos entre el nacimiento de este actor armado y la concepción contrainsurgente del Estado colombiano. Decíamos que, al contrario de desaparecer, el paramilitarismo ha tomado más fuerza en los territorios en los que las FARC dejó de hacer presencia tras su entrada a la legalidad. Esta fuerza se complementa con el no reconocimiento del actual gobierno de la existencia del paramilitarismo, sobre los cuales se refiere eufemísticamente como bandas criminales (BACRIM) y que ha tenido como consecuencia no solo la reactivación de las masacres, sino el asesinato sistemático de 1021 lideres, lideresas y defensores/as de Derechos Humanos, y 228 firmantes de la paz y miembros del partido FARC desde la firma de los Acuerdos de Paz en noviembre de 2016

Una resistencia para la transformación social

Las jornadas de protesta por el asesinato de Javier Ordoñez el 9 y 10 de septiembre en Bogotá, representan el hartazgo de la ciudadanía a la violencia sistemática de la policía, al tratamiento de guerra de la protesta social, pero también a las consecuencias del modelo neoliberal que solo ha dejado pobreza, exclusión, desigualdad y que tuvo su síntesis durante los meses de pandemía en los que quedó en mayor evidencia las falencias del sistema de salud saqueado por décadas y privatizado a partir de la ley 100, promovida e impulsada por el hoy preso Alvaro Uribe Vélez.

También dejó en evidencia los intereses del gobierno de turno que no generó un ingreso mínimo de emergencia para las 20 millones de personas que se encuentran en la pobreza y pobreza extrema, pero que no dudó en financiar una empresa como AVIANCA, de capital extranjero, para que no cayera en bancarrota, con la entrega de 370 millones de dólares. Y que no le tembló el bolsillo para gastar más de 2 millones de dólares para compra de armamento durante la pandemia, para la contención del estallido social

Este hartazgo se ha extendido a lo largo y ancho del país reactivando las jornadas de movilizaciones iniciadas en noviembre del año pasado y suspendidas por la pandemia, pero que hoy toman una nueva fuerza a la luz de la incompetencia del gobierno en materia de política social y DDHH y el evidente beneficio a los intereses privados del gran capital.

En diferentes zonas del país, los procesos organizativos de las periferias y de las grandes ciudades retoman las agendas de movilización que tendrán en el foco la denuncia por la violencia ejercida desde el Estado, la exigencia de políticas sociales para las millones de familias afectadas por la pandemia, el cuestionamiento a la legitimidad del gobierno por sus vínculos con el narcoparamilitarismo y, como principal bandera, la exigencia de la implementación efectiva de los Acuerdos de Paz.

Estamos ante un contexto histórico en el que la clase dominante no tiene otra forma de tramitar sus intereses sino a través de la violencia producto del desgaste del modelo neolibera, y a esta lógica hay que combatirla con un nuevo modelo para la vida y la paz con justicia social. Mientras se escriben estas líneas, en las calles de Colombia se desarrolla la Movilización Nacional por la Vida y la Paz, ejercicio democrático que millones de personas no están dispuestas a perder, así haya que enfrentar, no solo los riesgos de la pandemia, sino al terrorismo de Estado y la violencia parapolicial.

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