La España brutal

Legionarios españoles
Iñaki Egaña

No fueron 26 millones, sino decenas demiles. Más de cien mil. Cada uno, cadauna, con una bayoneta clavada ennuestro pecho hasta la eternidad

Detesto España, es un país brutal y aburrido», recitaba el personaje central de la “Trilogía de Freddie Montgomery” que escribió el prolífico irlandés John Banville, por cierto, hace unos años premio Príncipe de Asturias de las Letras. No comparto la segunda parte de la aseveración, la del hastío. España puede ser seductora. Me adhiero, sin embargo, a la primera: España es un lugar brutal.

Hace unos días, un general, cuyo nombre apesta en estas líneas, habló de una «necesidad». La de ejecutar a 26 millones de españoles, comunistas, separatistas, homosexuales o feministas, «hijos de puta». Es evidente que la cifra es desmesurada. En las últimas elecciones, sumando las nacionalidades periféricas, votaron poco más de 24 millones de ciudadanos súbitos del Reino. El general citaba la «necesidad» de una masacre. El número se la fumaba.

No era una bravuconada. Durante decenas de años un total de 114.000 hombres y mujeres han permanecido bajo tierra, ejecutados extrajudicialmente. «El pueblo de la noche» que escribió André Malraux. En los últimos años, 9.000 restos han sido recuperados. Los que faltan y los recuperados fueron «fusilados» por miembros de ese Ejército del general innombrable. La España brutal.

Me acuerdo de ellos cuando la fragilidad del horizonte tiembla en el crepúsculo. En ese instante en el que la luz transmuta su longitud de onda para hacernos humanos. El matrimonio de Manuel y Juana, ejecutado junto a sus hijos Manuel y José Ramos Ferreiro, en As Pontes. Consuelo Vesga, fusilada en San Vicente de la Sonsierra, viuda a cuyo marido los guardias habían matado unos años antes en una manifestación. Olivia Carballar nos cuenta el fin de 27 mujeres, arrojadas a un pozo en la provincia de Sevilla: «Un camión cargado de mujeres, niñas algunas: Mercedes Medrano de 18 años, Josefa González de 16 años, la hija de la Polonia de 15 años, la hija de Manuel de la Melliza de 14 años, iban entre ellas… se las llevaron hacia La Campana, pueblo vecino y allí las obligaron a hacerles la comida y a servirles. Con los estómagos llenos, las vejaron, abusaron de ellas, las perdieron y ahítos de venganza, como bestias colmadas de odio, las asesinaron a todas y arrojaron sus cuerpos a un pozo».

La juventud, la infancia no fue óbice. En la localidad toledana de Menasalbas fue fusilado Eusebio Ruiz, de 15 años, y su padre Mariano; Maravillas Lamberto, violada en el Ayuntamiento de Larraga, a sus 14 años, también ejecutada junto a su padre, quemada y arrojada a los perros para hacer desaparecer su rastro; Celerino Maroto, fusilado junto a las tapias de Fuente el Sol en Valladolid con 16 años; los mismos que tenía Felicitas González, de Santa Marina del Sil, en León, y Claudio Sainz-Maza en Espinosa de los Monteros, Burgos.

No puedo imaginar siquiera el dolor de los padres de Ramón Barreiro a quien ejecutaron detrás de la iglesia de Curro, en el concejo de Barro. Había estado escondido. Detuvieron a sus padres, a quienes torturaron para obtener la información del escondite de Ramón. Se resistieron. Violaron a la madre, en presencia del padre. Finalmente atraparon a Ramón.

No quiero recrear ni en pesadillas esa tremenda celebración que engancharon los soldados del batallón Arapiles y su entrada posterior, de madrugada, en el psiquiátrico asturiano de Valdedios, borrachos de alcohol y de odio, matando a 17 sanitarios, entre ellos a 11 enfermeras. Claudia, Luz, Soledad, Rosa, Olivia, Consuelo, Pilar… Si ellas no inundaran esta ciudad, todo cambiaría de color, cantaba Pablo Milanés. Todo cambió de color desde entonces y en algún lugar alguien lloró esa tonadilla de “Si ella me faltara alguna vez”.

¿Quién guardará la llave de la claridad?, recitaba Kelvis Ochoa. ¿Quién perdió tu sueño? Eleuterio y Juan Barrios fueron trasladados de la prisión de Torrecilla (La Rioja) para ser fusilados. Eleuterio murió con la sonrisa en los labios. Su hermano Juan había saltado del camión y consiguió fugarse. Mejor así. Meses más tarde, Juan fue de nuevo detenido y ejecutado. En Marrupe fueron a por el alcalde, que se había fugado previamente. Para evitar la contrariedad detuvieron a sus dos hermanos, Julián y Nicolás Ramos. Los mataron allí mismo.

A los peones Antonio Huertas, Cristóbal Ibáñez y Manuel Sánchez los mató la Policía en Granada por intentar huir de la esclavitud y pedir contratos escritos y no verbales. A Nicomedes Fernández, minero en Rio Tinto, lo mató la Guardia Civil. En Moreda, la Benemérita detuvo a 23 obreros. Fueron torturados y ejecutados en el Puerto de Pajares. Un testigo dejó escrito que una vez muertos «con cuchillos, machetes y navajas les cortaron los rostros, desfigurándolos, para que así no pudieran ser reconocidos». A Javier Verdejo lo mató también la Guardia Civil, esta vez en Almería, cuando escribía en un muro «Pan, trabajo y libertad». El precio de la subversión.

Andrés Martín Valero sabía cómo se las tomaban. Quiso escaparse y pasó por casa para recoger ropa. Su madre y su hermana le convencieron de que no tuviera temor. El cura les había asegurado que no buscaban a Andrés. Lo hizo. La palabra sagrada era una trampa. El sacerdote lo entregó a sus verdugos que lo mataron en Movera, Zaragoza, junto a Pilar Burillo, un ama de casa a la que acusaron de haber albergado a otros fugitivos.

No fueron 26 millones, sino decenas de miles. Más de cien mil. Cada uno, cada una, con una bayoneta clavada en nuestro pecho hasta la eternidad. «Etorriko naiz betikotz zure ondorat», escribió Manex Pagola para aquel “Azken dantza” que musicaron Pantxoa eta Peio. Miles de hermanos de aquel Miguel Hernández, poeta que murió de tuberculosis en la prisión de Alicante, como nuestro Joseba Asensio, en la de Herrera de la Mancha: «Sentado sobre los muertos. Que mi voz suba a los montes y baje a la tierra y truene, eso me pide mi garganta desde ahora y desde siempre».

¡Ay, esa España brutal, la que se manifiesta al alba! Siempre golpista, siempre monstruo con sus propios hijos.

Fuente
https://www.naiz.eus
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