Breve historia del Internacionalismo (III de X)

Afiche de la tercera internacional
Iñaki Gil

De 1889 a 1919, fecha en la que se crea la III Internacional.

La AIT se clausuró en 1876 desbordada por los intensos cambios sociales, pero a la vez crecía la solidaridad internacionalista, y en agosto de1889 se fundó en París la II Internacional. Los cambios sociales respondían al impacto de las nuevas máquinas y del auge del capital a crédito entre otras causas: en1860-1900 el consumo mundial de carbón de multiplicó por 5,5. Entre 1870 y 1900 se pasó de extraer 800.000 Tm de crudo a 19,5 millones; la producción de acero se multiplicó por 56, y se pasó de 210.000 kilómetros de vías férreas a 790.000. En 1883 Engels constató el impacto profundo de la electricidad en la expansión económica, y en 1894 avisó del poder enorme que adquiría la Bolsa. Para 1900 había 4.800.000 kilómetros de líneas telegráficas.

Estos cambios iban unidos a otros: el capital industrial y el bancario empezaban a fusionarse, las grandes potencias exportaban más capitales que mercancías, los monopolios aumentaban su poder, la militarización avanzaba al mismo ritmo que la expansión colonialista. Por el lado contrario, las clases y naciones explotadas no permanecían pasivas: se organizaban sindicatos y partidos que se enfrentaban al capital pese a la represión, la lucha obrera conquistó o amplió el derecho masculino al voto en 1875 en Francia, en 1882 en Italia, en 1890 en España, en 1893 en Bélgica, en 1896 en Holanda y Austria, se luchaba por los derechos nacionales…; pero a la vez surgía la «aristocracia obrera» y crecía la «clase media»; la nueva pequeña burguesía creaba sus partidos e intelectuales; gobiernos, filántropos e iglesias impulsaban reformismos varios; el eurocentrismo contaminaba a sectores socialistas. Hay que mencionar el papel de la mujer trabajadora: A. Bebel publicó La mujer y el socialismo en 1879 que en sólo 16 años se tradujo a 15 lenguas en 25 ediciones.

Tantos cambios en tan poco tiempo crearon una gran variedad de corrientes que confluyeron en dos grandes bloques que organizaron sendos actos públicos en París para fundar dos Internacionales en el mismo día de la conmemoración de la toma de la Bastilla: los «posibilistas» o pragmáticos, y los «socialistas revolucionarios»: anarquistas, socialdemócratas, socialistas radicales, «marxianos» o «marxistas», entre otros. Los «posibilistas» intentaron crear tensiones en el otro bloque asegurando que estaba dominado por los «marxistas»: sabían que Engels movilizó su prestigio y el del difunto Marx para lograr la asistencia de veintitrés países, dos de ellos oprimidos, Bohemia y Polonia. Dos cuestiones fueron especialmente debatidas: legislación internacional del trabajo, y abolición de los ejércitos. La Internacional posibilista entró rápidamente en crisis por los límites de su pragmatismo y porque sectores de ella se fueron integrando en la II Internacional, proceso oficializado en el II Congreso de Bruselas en agosto de 1891.

Parte de los cambios a los que nos hemos referido tenían también otra causa que, entre otros, Marx y Engels percibieron desde poco antes de debatir la clausura de la AIT en 1876: la «nacionalización» inevitable de los partidos y organizaciones afiliadas. Entrecomillamos ese término porque una y otra vez aparecerá el llamado «problema nacional» en la historia de todas las Internacional, al margen de su signo y orientación, sobre todo cuando la fase imperialista multiplique la opresión de los pueblos. Sobre todo, desde la década de 1870 Marx y Engels insisten con creciente fuerza en que no había que imponer desde fuera órdenes tajantes a las luchas de los pueblos, sino orientaciones generales que éstos deben debatir y aceptar si las estiman correctas. Se trataba de hacer o no hacer internacionalismo según los consejos de la categoría de lo universal, lo particular y lo singular, criterio dialéctico negado más adelante, como veremos. Es por esto que el Congreso de Bruselas de 1891 optó por un esquema organizativo que garantizase los imprescindibles debates abiertos, y la libertad de sus organizaciones afiliadas para adaptar lo universal, los objetivos socialistas y su estrategia básica, a sus contextos específicos mediante tácticas particulares, y singulares cuando fueran necesarias.

Nunca ha sido fácil avanzar en este equilibrio tan inestable como imprescindible, pero era aún más difícil en el contexto de finales del siglo XIX marcado por el final de la fase colonialista en medio de la primera Gran Depresión mundial. Si la AIT se fundó antes de esta hecatombe, las dos primeras décadas de la II Internacional, las más enriquecedoras, se vivieron dentro de esta terrible crisis y de sus secuelas inmediatas, hasta la revolución de 1905 que fue el detonante de otra fase. La crisis de 1873 hasta finales de siglo, había sacado a la luz muchos problemas que en los debates de la II Internacional se sintetizaron en dos que abarcan de un modo u otro al resto: la lucha política y la lucha sindical, entremezclados con corrientes libertarias, anarco-sindicalistas, sindicalistas británicos, guesdistas, municipalistas, sorelianos, restos blanquistas y grupos de jóvenes radicalizados por la crisis como en Alemania en donde ya en 1891 denunciaron el «oportunismo» socialdemócrata.

A pesar de sus diferencias, algunas de ellas abismales, lo que les unía en su rechazo a la acción política defendida por los marxistas, era la negación de lo que ellos creían que era la teoría de Marx y Engels, que, sin embargo, era muy poco conocida incluso por la mayoría de los «marxistas». Aun y todo así, ante el extremo simplismo de las tesis contrarias a la acción política sostenida y organizada, sectores de esas corrientes coincidían con los «políticos» en muchos problemas concretos al darse cuenta que sin fuerza política muchas luchas eran desactivadas desde su inicio o anuladas sus conquistas. Las posturas anti- «política» anclaban en tradiciones del socialismo utópico que frenaban el desarrollo de una teoría del Estado y de la política bajo el capitalismo sometido a la primera Gran Depresión y a la agonía de su fase colonialista. Los fundamentos de esa teoría estaban siendo elaborados por la corriente marxista, método dialéctico que sería denominado «marxismo» sólo dese 1895.

El otro gran tema, el sindicalismo, era bastante más complejo porque embrollaba el debate anterior y añadía el choque entre tres corrientes: la tesis socialdemócrata de integrar los sindicatos en la II Internacional; la tesis de una parte del socialismo francés de mantener separado el sindicalismo de la II Internacional; y la del tradeunionismo británico de una separación estricta entre política y sindicalismo. Los congresos de Bruselas (1891), Zúrich (1893) y Londres (1896) debatieron estas cuestiones que han tenido una gran trascendencia porque, al final, surgieron dos movimientos sindicales supuestamente apolíticos: uno reformista descarado, que creía que podría mejorarse sustancialmente la suerte obrera mediante el apoliticismo sindical y la negociación económica; y otro revolucionario utópico, que propugnaba una sociedad conquistada por un sindicalismo combativo que rechazaba la política de izquierdas.

Mientras tanto y por debajo de la riqueza de los debates y de las innegables aportaciones de la II Internacional a la emancipación humana, se libraba una dura confrontación estratégica aparentemente caótica porque tomaba muchas formas según el marco fuera el alemán, francés, ruso o británico fundamentalmente, pero con una identidad: reforma o revolución. Terminaba la Gran Depresión; la lucha obrera y popular arrancaba conquistas; la «aristocracia obrera», la «clase media» y la nueva pequeña burguesía se beneficiaban ideológica y políticamente de las concesiones que empezaba a hacer la burguesía, mientras aumentaba la burocracia socialista que apoyaba el colonialismo.

Tomando a Alemania como paradigma, el reformismo lasalleano dominante desde 1863, facilitó la tendencia revisionista ya significativa para 1892; en 1894 sectores del partido propusieron apoyar los presupuestos capitalistas y a los pequeños propietarios agrícolas, que explotaban a campesinos sin tierras, para aumentar así su fuerza electoral; siguiendo la senda Vollmar, Höchberg, Schramm y otros, entre 1896 y 1898 Bernstein fue perfilando su reformismo nada menos que en la revista oficial del partido, Neue Zeit, lo que le permitió crear grupos que le apoyaron en ese 1898 cuando sus artículos suscitaron críticas en el partido, y que le siguieron apoyando en 1899, al publicar su libro. En medio de los debates que suscitó, un alto burócrata le aconsejó lo siguiente sobre sus ideas: «se hacen, pero no se dicen» porque sabía que era todavía muy poco conocido por las bases: en el debate en Hannover en 1899, 221 delegados se opusieron a Bernstein que obtuvo 21 apoyos.

La burocracia movía los hilos del poder. Desde 1893 la misma casta fue copando el aparato alemán, francés e italiano hasta 1910, extendiéndose desde entonces, y lógicamente no estaba dispuesta a perder sus privilegios por una precipitación de Bernstein, pero sí necesitaba que sus ideas circulasen ampliamente por lo que facilitó su divulgación. La derrota de la revolución de 1905 encorajinó estos debates, pero, considerando la cantidad de afiliados, muy pocas personas combatieron a Bernstein, destacando Rosa Luxemburg y Clara Zetkin por encima de Kautsky, Plejanov, Lenin y otros. Antes de resumir los puntos críticos a debate, que han marcado decididamente desde entonces el antagonismo entre reforma y revolución, debemos contextualizarlo mejor en tres problemas igualmente cruciales desde entonces y que, en su unidad, determinaron el estallido de la II Internacional en verano de 1914: el colonialismo, la opresión nacional, y la guerra y la paz.

Aunque el colonialismo de mitad del siglo XIX, radicalmente combatido por Marx y Engels, suscitaba empero algunos debates en las izquierdas, fue con el bombardeo británico de Alejandría de 1882 cuando estos no se pudieron soslayar. Los franceses propusieron un debate en 1896 al respecto, pero concluyó en un simple párrafo. Desde 1904 se encrespan las tensiones que son formalmente resueltas en el Congreso de Stuttgart de 1907 aunque, en realidad, hay que esperar a 1910 para que se realice una condena suave acompañada de una «recomendación» a los pueblos oprimidos para que se vinculen a la II Internacional. Las tres posturas –anticolonialistas, «colonialismo humano», y colonialistas porque lleva la «civilización» –, trataban en el fondo sobre el derecho de los pueblos a su independencia y en la Europa de fines del siglo XIX existían imperios que oprimían duramente a naciones dentro de sus fronteras oficiales. Las dos últimas corrientes, la «humanista» y la dura, tenían más fuerza en las bases que la que reflejaban los votos en las direcciones; un ejemplo lo tenemos en el hecho de que no fue hasta justo iniciada la década de 1910 que la II Internacional se planteó la necesidad de hacer un viaje a Nuestramérica para estrechar lazos y facilitar su presencia estable en la vida de la organización.

Era precisamente la importancia creciente del nacionalismo imperialista, incluso en su forma «socialista», como cemento ideológico que justificaba las sobre ganancias del saqueo, la que ayuda a comprender por qué ya en 1900 el belga Vandervelde sostenía que la II Internacional no podía inmiscuirse en la política interna de los Estados, y que en 1904 en francés Jaurés afirmase que la II Internacional no podía marcar una estrategia internacional. Los horrendos crímenes exteriores belgas y franceses eran ampliamente conocidos. La II Internacional asumía las tesis entonces conocidas de Marx y Engels, todas ellas anteriores a la fase imperialista. Ya en esta fase y muy en síntesis, surgen tres posturas: Rosa Luxemburg y Pannekoek que sostienen que la cuestión nacional está superada al corresponder a la burguesía en ascenso; Lenin que sostiene que el imperialismo multiplicará las opresiones nacionales que deben resolverse con el derecho de autodeterminación; Otto Bauer y Karl Renner que defiende la autonomía nacional-cultural. El texto de Stalin de 1913 pasó desapercibido incluso para Lenin que lo citó una sola vez a pie de página pese a habérselo encargado, hasta que fue rescatado por el nacionalismo de la burocracia rusa.

Por último, el debate sobre la guerra y la paz se mantenía desde antes de la AIT en su forma más directa: la supresión de los ejércitos. Desde 1888 los socialistas pidieron que se arbitrasen las diferencias entre Estados para evitar choques, propuestas reiteradas en 1896, una vez visto que se desoía la declaración congresual de 1891. Muchas fuerzas políticas sentían temor ante el imperio zarista, capaz de enviar sus ejércitos a cualquier parte. En 1900 la II Internacional adoptó una estrategia a largo plazo y otra a corto plazo contra la guerra. La revolución de 1905 fue un toque de atención y en 1910 se optó por lanzar una Huelga General europea en caso de guerra, pero se decidió esperar a1914 para concretarla en medidas efectivas. Tras una serie de conflictos internacionales que están a punto de desencadenarla, la II Internacional movilizó protestas de masas en 1912, pero el estallido de la matanza abortó el congreso de 1914 que debía haber preparado la Huelga General. La espera de 1910 a 1914 era debida a que muchos no veían inminente una devastación generalizada.

Se debate sobre porqué sólo dos partidos se opusieron al crimen desde el principio –el ruso y el serbio–; porqué se opusieron sectores muy reducidos de otros –alemán, holandés, italiano, francés…–; y porqué hubo tan masivo apoyo inicial a la masacre. Además de las razones que se han barajado desde 1915, nosotros y a la luz de un siglo, nos hacemos la pregunta sobre qué papel jugó la fuerza del fetichismo nacionalista burgués en las bases socialistas, la total ausencia en la II Internacional de la crítica marxista del fetichismo y la aceptación del pragmatismo posibilista, del sentido común del electoralismo, el rechazo o la marginación y silenciamiento de las crítica teóricas al imperialismo y al militarismo, etc.; y también sobre si puede haber alguna relación entre la negativa rusa y serbia y el hecho de que en estos dos países, además de amplias masas campesinas no totalmente dopadas por el fetichismo burgués desarrollado, hubiera organizaciones revolucionarias implantadas, sobre todo en Rusia.

El revisionismo, reforzado por el sentido común pragmático, golpeó al marxismo tal cual podía conocerse hasta 1914, en seis cuestiones vitales: Una, negación de su teoría del valor, de la plusvalía, de la explotación capitalista. Dos, negación de su teoría del Estado, de la violencia y democracia del capital. Tres, negación del materialismo histórico, de la lucha de clases como motor de la historia, y de la factibilidad de la revolución. Cuatro, negación de la dialéctica materialista, de la unidad y lucha de contrarios inconciliables, y vuelta al kantismo o neokantismo. Cinco, aceptación del colonialismo bueno, del occidentalismo como fase suprema de la cultura humana. Y seis, al negar la ley del valor, niega que el capitalismo destruye la naturaleza, culpabilizando al «hombre». Aunque se diga que esta sexta negación es reciente, desde la década de 1960, lo cierto es que la crítica de la ruptura por el capital del metabolismo socio natural aparece desde los primeros textos marxistas.

La política reformista y la negación del marxismo sustentaron el apoyo de la gran mayoría de la II Internacional a la masacre criminal interimperialista, sobre todo cuando intervino para acallar el malestar en las tropas aliadas en la segunda parte de 1916, restableciendo la disciplina capitalista y definitivamente para contener el tsunami de simpatía a la revolución bolchevique de octubre de 1917, facilitando así la trituración de carne humana que era la guerra. Desde finales de 1917, fuerzas afiliadas a la II Internacional se opusieron de mil modos a la revolución rusa. Y desde finales de 1918 a la revolución socialista en Alemania, a la sublevación de los consejos de trabajadores de noviembre de 1918, a la espartaquista de enero de 1919 y a la Comuna o República Soviética de Baviera de abril y mayo de 1919, como estallidos claves entre un océano de revueltas y luchas aisladas, fue aplastada en sangre gracias a la alianza entre la II Internacional y el ejército de la burguesía, en el que destacaron unidades de extrema derecha de la que saldría más tarde lo mejor de los genocidas nazis.

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