Bolsonaro amaga con un golpe de Estado

Bolsonaro tose durante la manifestación golpista del 19 de abril.
Bruno Bimbi

Después de cesar al ministro de Salud, el presidente brasileño continúa boicoteando la cuarentena, pide reabrir el comercio y las escuelas, moviliza a sus fanáticos en las calles y amenaza con una dictadura.

Mientras los muertos por la pandemia en Brasil ya se cuentan de a miles y suman otros cientos cada día, el presidente Jair Bolsonaro sigue jugando con fuego. Este domingo 19 de abril, amenazó con un golpe de Estado. Subido a una camioneta, frente al cuartel general del Ejército en la capital, Brasilia, el capitán retirado pronunció un discurso ante una multitud de fanáticos que, violando las reglas de distanciamiento social, llevaban banderas con las consignas “Intervención militar ya” y “AI-5”. “Intervención militar” es la forma en que la ultraderecha brasileña dice “golpe”, pero “AI-5” no es ningún eufemismo. Publicado el 13 de diciembre de 1968, con la firma del dictador Artur da Costa e Silva, el Acto Institucional número 5 dio comienzo al período más salvaje de la dictadura iniciada en 1964. El bando autorizaba el cierre del Congreso Nacional y de las legislaturas locales, delegaba en el presidente el poder legislativo, decretaba la censura previa de la música, el cine, el teatro, la televisión y la prensa, ilegalizaba las reuniones políticas, declaraba el estado de sitio y suspendía los habeas corpus y las garantías constitucionales, generalizando así el uso de las prisiones políticas, la tortura y la ejecución sumaria.

Todo eso pedía la manifestación encabezada por el presidente brasileño, una multitud llena de odio que está dispuesta a seguirlo en su camino a Waco, porque no creen que el coronavirus los amenace tanto como “el comunismo”. En su discurso improvisado, Bolsonaro vociferó sus estupideces habituales, dijo que no estaba dispuesto a “negociar nada” con el Congreso, que “todo lo viejo quedará atrás” y que ahora será “el pueblo en el poder” y “Dios por encima de todos”. En diferentes ciudades, los miembros de su secta se manifestaban en las calles por el fin de la cuarentena dispuesta por los gobernadores y a favor del AI-5. La referencia al “acto institucional” de la dictadura es una constante en la simbología del bolsonarismo y ya fue usada en discursos y entrevistas por los hijos del presidente para amenazar con el cierre del Congreso y del Supremo Tribunal Federal. A diferencia del “¡Viva Franco!” de los fascistas españoles, esto es más concreto, porque no rinde culto a la figura del dictador sino a sus crímenes: sería como si, en los actos de Vox, gritaran: “¡Vivan la censura, las prisiones, la tortura y los asesinatos de Franco!”.

Bolsonaro dijo que no estaba dispuesto a “negociar nada” con el Congreso, que “todo lo viejo quedará atrás” y que ahora será “el pueblo en el poder” y “Dios por encima de todos”

Veinte gobernadores lanzaron esa misma noche una carta pública en defensa de la democracia y en igual sentido se pronunciaron el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, y varios magistrados del Tribunal Supremo. El juego es el mismo de siempre: cuando se siente aislado y acorralado, Bolsonaro amenaza con romperlo todo y la oposición responde con declaraciones, cartas abiertas y hashtags en Twitter, perdida y desorientada, sin entender cómo se juega este juego en el que el presidente pone a la democracia en jaque todo el tiempo. Esta vez, la rabieta del niño Jair fue para recuperar su orgullo dañado porque, una semana atrás no le habían dejado echar a su ministro de Salud. Por eso, antes de la manifestación golpista y el discurso frente al cuartel, su primer paso fue, esta vez sí, echarlo. Para probar que su lapicera “todavía funciona” y no tiene “miedo de usarla”, como dijo. Algo más importante que la pandemia, los muertos y esas nimiedades. Lo anunció el jueves 16, dando inicio a la nueva escalada.

“Hoy a la tarde tuve una conversación de casi media hora con el médico doctor Mandetta, donde… conversamos bastante sobre… la ‘dejada’ del Ministerio de Salud. Le agradecí bastante por el trabajo prestado. El punto que realmente… no afinaba con la idea del presidente… era exactamente… la preocupación también con la cuestión del empleo en Brasil. Entonces, como siempre digo, son dos… es un paciente con dos problemas graves, que es el virus y la cuestión del desempleo. Y Mandetta… la línea de él como médico, yo respeto… era inclinada casi exclusivamente hacia la cuestión de la vida…”.

La “cuestión” de la vida, dijo Bolsonaro. Que es muy importante, claro, pero también está el empleo, y una cuarentena muy rígida puede afectarlo, explicó. Semanas atrás, ya lo había dicho con todas las letras: “Algunos van a morir, lo lamento, es la vida”.

Así, sin filtro, razonando como un psicópata, con su gramática precaria y hablando de sí mismo en tercera persona, se daba el gusto de echar a Mandetta para pasar nuevamente a la ofensiva. También hizo el anuncio oficial en el atril, donde le cuesta más: Bolsonaro va pronunciando pequeños sintagmas y haciendo pausas, como un estudiante de una lengua extranjera que necesita pensar antes de seleccionar cada palabra. Y aun así, con frases bien simples, no siempre consigue reunir al sujeto con el predicado. Pero su pelea principal no era esa vez contra la lengua portuguesa –o contra la Constitución, como lo sería el domingo–, sino contra la medicina. Al ministro de Salud, que contaba con el respaldo de los gobernadores, el Congreso y, según las encuestas, el 76% de la población, lo despidió por su tendencia a ocuparse de “esa cuestión de la vida”. Por seguir las recomendaciones de la OMS y no sus teorías negacionistas de la ciencia en relación con el coronavirus. Y para mostrar quién manda.

Al igual que los dictadores de Nicaragua, Bielorrusia y Turkmenistán, el presidente brasileño, con su experiencia clínica de capitán del Ejército apartado por tratar de poner una bomba en un cuartel, se opone a las medidas de distanciamiento social, que considera nocivas para la economía, y dice que la Covid-19 es “una gripecita, un resfriadito” que se cura con cloroquina.

“Brasil tiene que volver a trabajar”, defendió Bolsonaro en la transmisión para sus fanáticos, tras anunciar que el nuevo ministro sería el oncólogo Nelson Teich. Pero el presidente sabe que la decisión es de los gobernadores y alcaldes, porque el Supremo Tribunal Federal, por unanimidad, le prohibió a él revocar las cuarentenas decretadas por estados y municipios. Por eso, más tarde, diría que “los va a convencer el pueblo” y convocaría a sus seguidores a manifestarse en las calles. Y el domingo, envalentonado, lanzaría su amenaza de golpe. El juego habitual, que no para.

En su live del jueves, con el nuevo ministro a un lado y la intérprete de lengua de señas al otro, se dedicó a decir mentiras y usar argumentos torpemente falaces, como de costumbre. Que “si los aeropuertos no funcionan, no se pueden transportar órganos para trasplantes”, como si en los países que suspendieron los vuelos comerciales por la pandemia no hubiese ningún tipo de vuelo. Que hay que darles cloroquina a todos los enfermos ya, sin esperar la comprobación científica de su eficacia, porque “ya se usa para otras enfermedades y ayuda” y “cuando en la guerra no había sangre para transfusiones, a los soldados les inyectaban agua de coco en la vena y funcionaba”. Que “todo el mundo” sabe que “el 60% o más de los brasileños ya fueron infectados, y, a partir de ese número, ya estamos libres del virus, porque tenemos anticuerpos”.

Cada semana, los fanáticos bolsonaristas hacen manifestaciones en diferentes ciudades pidiendo el fin de la cuarentena y atacando a los gobernadores

Según la agencia Aos Fatos, dirigida por la periodista Tai Nalon, desde que comenzó la pandemia, el presidente ya hizo al menos 159 afirmaciones falsas o que distorsionan los hechos en relación con el coronavirus. En total, llevan chequeadas 889 falsedades de Bolsonaro sobre los más diversos temas en sus 471 primeros días de gobierno, pero lo más grave, en este caso, es que sus mentiras están provocando que muchos no respeten la cuarentena, no sigan las recomendaciones de la OMS, subestimen el peligro o se automediquen.

Cada semana, los fanáticos bolsonaristas hacen manifestaciones en diferentes ciudades pidiendo el fin de la cuarentena y atacando a los gobernadores. En São Paulo, marcharon con un ataúd y bailando, como en el popular vídeo de YouTube, pero en este caso burlándose de los muertos. Hubo casos de bolsominions que llegaron a amenazar a médicos para que cambiaran certificados de defunción y pusieran “neumonía” donde decía “coronavirus”. En Araraquara, un municipio de São Paulo, una mujer fue detenida por violar las normas de distanciamiento social dispuestas por el municipio; cuando la policía la abordó, les dijo que la Covid-19 era “un circo que armaron para imponer la dictadura comunista”. Según el gurú presidencial, Olavo de Carvalho, el virus “no existe”, es un invento. En las últimas semanas, en los grupos de Whatsapp bolsonaristas, todos los ataques eran contra Mandetta, ahora son contra el presidente de la Cámara de Diputados, la semana que viene serán contra quien Bolsonaro elija como nuevo enemigo, y así hasta el infinito.

Después de echar a Mandetta, pero antes de la amenaza golpista, en su habitual stand up en la puerta del Palacio de la Alvorada, Bolsonaro continuó cometiendo crímenes contra la salud pública: “Hay que enfrentar al virus, no sirve de nada acobardarse y quedarse dentro de casa”, dijo, y reiteró que los chicos tienen que volver a la escuela porque “no hay noticia de que alguien debajo de los diez años haya contraído el virus e ido a óbito”. Como de costumbre, omitió decir que, aunque los niños que contraen el virus no presenten un cuadro grave pueden contagiar a sus padres y abuelos en casa. Por eso, todos los países afectados han suspendido las clases. Pero no importa. Para entender cómo funciona la mentira en el universo bolsonarista, basta confrontar las dos convicciones que sus fans (y los robots) repiten en las redes sociales: el coronavirus no existe, pero la cloroquina lo cura.

El viernes, la Fiocruz, una de las instituciones científicas más prestigiosas de Brasil, designada por la OMS como referencia para la Covid-19 en las Américas, denunció oficialmente que sus investigadores están recibiendo amenazas de muerte por un estudio sobre esa droga, que el presidente receta por televisión. Resultados preliminares no permiten por ahora afirmar que sea efectiva, lo cual enfureció a uno de los hijos del presidente, que fue a Twitter a atacar a los científicos y acusarlos de trabajar para el Partido de los Trabajadores. Siempre que Bolsonaro o sus hijos atacan a alguien en las redes –sea un opositor, un activista de derechos humanos, un artista, un periodista o, ahora también, un científico–, su blanco comienza a ser difamado con mentiras en los grupos de Whatsapp y recibe amenazas de muerte. Es lo habitual.

El domingo, mientras el presidente amenazaba con un golpe en Brasília, en Porto Alegre sus fanáticos golpeaban a una mujer por la calle por estar vestida de rojo, ese color comunista. Las amenazas presidenciales se transforman en violencia en las calles.

A eso se dedican Bolsonaro y su secta en plena pandemia. Mientras escribo, la cuenta oficial de fallecidos por la “gripecita” se acerca a las dos mil quinientas personas, aunque pueden ser muchas más. Diversos estudios que usan como referencia la cantidad de entierros en los cementerios en comparación con el mismo mes del año pasado, el número de certificados de defunción por “problemas respiratorios” y la cantidad de testeos de fallecidos que aún esperan resultado indican que existe un alto nivel de subnotificación. En el acto oficial en el que juró Nelson Teich, el presidente defendió la reapertura de fronteras y del comercio: “Es un riesgo que yo corro”, dijo. Para ser exactos, el riesgo lo correrían 210 millones de personas.

Para el abogado Paulo Iotti, autor de una petición de impeachment, el presidente brasileño ya ha cometido innumerables “crímenes de responsabilidad” y también crímenes comunes

Pero qué importa. La pandemia está lejos de ser su prioridad. A lo que se dedica el presidente es a seguir alimentando su guerra infinita, que cada semana tendrá nuevos episodios de fascismo que parecerán haber cruzado un límite que ya había cruzado mucho antes de ser electo. Si volviese a escribir este artículo mañana, pasado mañana, el próximo lunes, tendría que agregarle muchas más atrocidades, quizás inclusive más graves, y siempre parecerá que nunca había llegado tan lejos, pero no es cierto. Bolsonaro es eso y siempre lo fue. Algunos nos cansamos de avisarlo antes de que llegara al poder. Como corresponsal en Brasil durante diez años, me cansé de decirlo en vivo cuando salía al aire por el noticiero y, cuando me refería a este hombre como “candidato fascista”, en las redes sociales me acusaban de exagerar. La noche de las elecciones, cuando supe el resultado, decidí hacer las valijas. Nada de lo que está sucediendo me sorprende.

Para el abogado Paulo Iotti, autor de una petición de impeachment, el presidente brasileño ya ha cometido innumerables “crímenes de responsabilidad” (los que cuentan para un eventual juicio político, regulado por la Ley 1.079/50) y también crímenes comunes. Entre ellos, por ejemplo, exponer la vida o la salud de los ciudadanos a peligro real o inminente, servirse de autoridades bajo su subordinación inmediata para practicar abuso de poder, actuar contra la dignidad y decoro del cargo al divulgar informaciones falsas y anticientíficas y calumniar adversarios. Iotti destaca que en su pedido también citó al jurista Conrado Hübner, quien sostiene que el presidente debería ser juzgado, con base en el artículo 268 del Código Penal, por “violar determinación del poder público destinada a impedir la introducción o propagación de una enfermedad contagiosa”. Como lo entrevisté antes del domingo 19 de abril, no llegó a incluir en esa lista de delitos las recientes amenazas al orden constitucional y a los otros poderes.

Consultado por CTXT, el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, no quiso confirmar qué hará con las peticiones de impeachment que ya están en su escritorio. No hay consenso entre los sectores democráticos del Congreso sobre cómo lidiar con el Psicópata de la República durante la pandemia. La estrategia parece haber sido aislarlo, recortarle su poder, limitarlo. Pero el hombre ha demostrado que sigue siendo capaz de hacer mucho daño. Sacarlo del Palacio del Planalto ya es una urgencia sanitaria.

Que sea por un impeachment, un juicio ante el Supremo por sus múltiples crímenes comunes o inclusive una pericia psiquiátrica que lo inhabilite, como ya fue solicitado por un grupo de abogados. Que sea dentro de la ley y la Constitución, sin aventuras autoritarias. Pero no se puede seguir jugando este juego durante una pandemia. Como escribió el politólogo Celso Rocha de Barros este lunes en la Folha, “es el peor presidente del mundo, el peor presidente de la historia, y no conseguimos contenerlo a tiempo de salvar las vidas de los brasileños”. Los adultos de la política nacional deberían recordar que este viernes 17 de abril se cumplieron cuatro años del espectáculo bochornoso de aquella sesión de la Cámara de Diputados en la que se autorizó el inicio del juicio político contra una presidenta honesta, decente, democrática y que, más allá de sus errores, no había cometido ningún delito: Dilma Rousseff.

No fue un simple impeachment, sino un golpe, liderado por un diputado que ahora está preso por corrupción y lavado de dinero, del que también participó el actual presidente. E, ironías del destino, también Luiz Henrique Mandetta, que era diputado y voto que sí. Como Bolsonaro, que le dedicó su voto al torturador Carlos Alberto Brilhante Ustra, que había torturado a Dilma cuando era presa política de la dictadura, el ahora exministro se sacó ese día una foto con el cartel misógino que decía: “Chau, querida”.

A Rousseff la acusaron de algo que llamaron “pedaladas fiscales”, un tipo de maniobra contable para maquillar el déficit que ni siquiera pudieron probar, que no es delito y que todos los presidentes anteriores habían practicado. La acusación era simplemente ridícula, porque era una excusa, y vista a la distancia parece una broma. Fue una vergüenza y abrió la caja de Pandora. Y ahora sí hay un presidente que comete todo tipo de delitos cada día de la semana, que boicotea la cuarentena mientras mueren miles de personas y, subido a una camioneta frente a un cuartel, amenaza con llevarse puesta la democracia.

Pero este psicópata no cayó del cielo en el Palacio del Planalto.

Hay muchos irresponsables que deberían hacerse cargo del desastre que causaron y ayudar a acabar con esta pesadilla así como ayudaron a que comenzara. Tienen que mandar al capitán de regreso a su casa para que el país pueda concentrarse por fin en salvar vidas, hasta que algún día, cuando el virus haya sido controlado y podamos volver a la normalidad, los tribunales brasileños o la Corte Penal Internacional juzguen a Bolsonaro por sus crímenes contra la humanidad.

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https://ctxt.es
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