Ratas confinadas

Grande Marlaska
Jonathan Martínez

El experimento tiene lugar en 1971 en la Universidad de Stanford y la premisa es sencilla. Un profesor llamado Philip Zimbardo reúne a dos docenas de estudiantes y los pone a jugar a presos y carceleros. Una docena hará de presos. La otra docena hará de carceleros. El propósito también es sencillo. Se trata de explorar la conducta humana frente a las relaciones de poder. En los sótanos de la universidad se improvisa una suerte de presidio. Zimbardo ni siquiera imagina lo que está a punto de ocurrir.

Los estudiantes que asumen el rol de guardias se visten de uniforme y cargan porras. Los estudiantes que asumen el rol de prisioneros no cuentan con más ropa que una bata sutil, unas sandalias y una media de nylon en la cabeza. Además, los reclusos pierden su nombre. La universidad-cárcel les asigna un número. Y el experimento se sale de madre. Los guardias desarrollan un comportamiento sádico y comienzan a administrar castigos corporales. Algunos presos manifiestan traumas psicológicos. Antes de que pase una semana, Zimbardo se ve obligado a paralizar la farsa.

El experimento de Stanford tiene otro conocido precedente en la universidad de Yale. En 1961, el profesor Stanley Milgram se pregunta cómo es posible que tantos funcionarios alemanes con un aparente sentido de la ética hayan contribuido a las matanzas del Tercer Reich bajo el pretexto de que solo cumplían órdenes. En el experimento, un investigador ordena a una cobaya humana que inflija descargas eléctricas a un alumno. Las descargas son ficticias y el alumno es un actor, pero la cobaya humana lo desconoce. Milgram constata que los sujetos sometidos al experimento obedecen a la autoridad sin cuestionarla e incluso acceden a aplicar descargas letales.

Ahora que cumplimos más de un mes en estado de alarma, me vienen a la memoria estas dos experiencias. Lo que creíamos una crisis sanitaria ha tomado la apariencia forzada de una guerra con sus partes militares, sus generales y sus medallas. En este gigantesco experimento social participamos varios millones de personas. Algunos han asumido el papel de policías y se han puesto a dar gritos desde los balcones. Otros han asumido el papel de prisioneros y salen a hacer la compra con miedo a una arbitrariedad policial o al vecino que grita desde los balcones.

Pero además, estos días nos han llegado diversos vídeos del experimento. Y en algunas de las imágenes vemos a policías reales, con placa y arma reglamentaria, que han aprovechado la excepcionalidad para dar rienda suelta a sus sueños más crueles. Insultos. Amenazas. Empujones. Bofetones gratuitos. Porrazos. Y alguna patada acrobática. Dice Grande-Marlaska que no le constan abusos policiales. Lo cierto es que tampoco le constaban cuando era juez y los detenidos pasaban por su despacho hechos un guiñapo después de cinco días de tortura incomunicada.

El experimento sigue y la autoridad se impone. Por las buenas o por las malas. Somos policías y prisioneros. Somos ratas de laboratorio. Ratas confinadas.

Fuente
https://www.naciodigital.cat/
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