Virus nacionalista

Nacionalismo
Iñaki Egaña

No fueron los viajeros y los ecos siempre hirientes. Aunque hay que señalar que cuando provenían del sur, en general las criticas eran implacables

Cuando el benedictino Aymeric Picaud recorrió nuestro país, allá por el siglo XII, describió a nuestros antepasados como primitivos, feroces. Dejó escrito que aquellos bárbaros eran impíos y que acostumbraban a asaltar a los peregrinos que cruzaban Euskal Herria, «montándose sobre ellos cual si fueran asnos y matarlos». Picaud hizo mucho daño a la reputación de los vascos y hoy en día se ha creado un premio internacional con su nombre para felicitar a quienes alaban las virtudes de los peregrinos que marchan hasta Finisterre.

Unas cuantas rotaciones alrededor del sol después, el inquisidor Pierre Lancre volvió a contraernos entre los cuernos de Satanás y el rabo del macho cabrío. A las mujeres las relegó a la lascivia, siguiendo la tradición bíblica de la manzana, fruta pecaminosa con la que los vascos tenían una relación especial: «Un país de manzanas, sus mujeres solo comen manzanas, no beben más que jugo de manzanas y en cualquier ocasión están dispuestas a morder la manzana de la transgresión, pasando por encima de la condena de Dios y franqueando la prohibición de nuestro primer padre».

Las descripciones de Lancre superaron la frontera del tiempo, y llegaron hasta nuestros días, dejando un poso de frivolidad sobre el ataque frontal a la transmisión oral. Y también al saber de la mujer vasca, a la que se refirió despectivamente afirmando que vivía como Eva en el paraíso terrenal. Por lo visto, la mujer había sido concebida con la única finalidad del sufrimiento.

Familias de alto raigambre, como los Armendáriz de Baiona, eran excomulgadas generación tras generación por negarse a pagar los diezmos a una Iglesia que llamaban católica. En ese citado Camino de Santiago que se convirtió en la puerta para recibir a foráneos, los curas y obispos renegaban de sus sotanas para no ser reconocidos. Nos colgaron el sambenito de «tardíamente cristianizados», para señalar que habíamos sido paganos contumaces.

Estos apelativos no cejaron durante siglos. Nos convirtieron en una turba de salvajes que se alimentaban, decían las crónicas, de berzas, puerros y tocino. Hasta la lengua euskara, tan lejana de la brillantez cervantina, estaba llena de cacofonías como la castiza del perro de San Roque que no tiene rabo. Les cuesta pronunciar Uribetxeberria o Aldabaldetreku y por eso la brillante Academia de la Lengua Española recogió una definición a propósito de la dificultad: «Vascuence, lo que está tan confuso y oscuro que no se puede entender».

Hemos sido un pueblo singular y diferenciado, pero no por ello más o menos libertario. Por cercanía hallé hace unos meses unos papeles del alcalde Joanes Aranburu, que detuvo en el XVII a un traficante portugués en el puerto donostiarra que quería «introducir» once esclavos negros en la ciudad sin pagar impuestos. Y Aranburu encarceló a los esclavos, no por cierto al negrero. Uno murió en la celda y el resto fueron subastados en público y adquiridos por ilustres familias locales. Con la excusa de que había que engordar las arcas municipales.

No fueron los viajeros y los ecos siempre hirientes. Aunque hay que señalar que cuando provenían del sur, en general las criticas eran implacables. Entre las excepciones, me animan las de Pierre Loti, que, sin poner un énfasis especial, se enamoró de aquel pueblo que apenas tenía pretendientes: «Nuestras comarcas de Europa ¡ay! Cada vez se asemejan más unas a otras. Por esto, después de un año que yo vivo aquí, esta Euskalerria, sin haber descubierto en ella nada de particular, sin haberme dado cuenta de ello, se ha ido apoderando de mi adhesión».

Javier Vizcaíno nos dejó en el "Cocidito madrileño" muchas de las perlas más recientes, verdaderas canalladas radiofónicas o televisivas, en las que los vascos éramos retratados con el rabo de belcebú, las uñas del ornitorrinco y las lenguas bífidas de las sugegorris, las víboras comunes.

Y hoy podríamos continuar con una lista interminable de agravios patrios, que comienzan en los campos de futbol, Griezmann tuvo que pedir perdón porque besó la ikurriña de la camiseta de la Real en un campo de futbol madrileño, y concluyen en sacristías, tertulias y medios de propaganda. Consuelo Ordóñez, la presidenta de Covite, el colectivo de víctimas del terrorismo del País Vasco, ya dijo hace pocos años desde su residencia en Valencia: «No me gusta lo que veo allí, en lo que se está convirtiendo la sociedad vasca. Creo que es cobarde y está enferma».

Ahora, más recientemente, en un diario levantisco editado en Iruñea, un coronel de infantería, cuyo nombre borré de inmediato, ha dictado un extenso artículo, «el virus separatista», sobre una supuesta toxina que se esparce con más virulencia que la variante delta de la covid. El coronel, reservista, es rotundo: «Por desgracia, el tratamiento dado por quien debía combatirlo no ha conseguido ni siquiera mantenerlo bajo control, pues, aunque se detuvo la violencia –que no el dolor– y en Cataluña se evitó el colapso in extremis, el virus ha alcanzado órganos vitales de este cuerpo común que llamamos España, y los daños pueden ser ya irreparables».

Y es que ya estamos un poco saturados de tanta ignominia. El «virus separatista» es una invención para justificar la supremacía y la colonización. Cuando Gabriel García Márquez recogió el Nobel de Literatura en Estocolmo en 1982 interpretó un memorable discurso. Lo almacené en su integridad y, a veces, cuando leo o escucho tantas estupideces sobre nosotros, me viene a la memoria, sin necesidad de activar ningún chip. Especialmente un párrafo. Entonces, la alusión de Gabo era a su país, por extensión al continente, pero es tan válida para los míos que por eso la comparto: «Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos».

Fuente
https://www.naiz.eus/
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