Hace cuatro días llegué a El-Jiam, un pueblo libanés fronterizo con Israel, ubicado a medio camino entre Siria y el mar, como enviado especial de teleSUR. Es montañoso, como todo El Líbano, y las casas están desperdigadas en un amplio espacio. Las calles de las partes antiguas siguen el patrón mediterráneo, sinuosas y angostas.
Mucha gente de por aquí se ha desplazado al norte del país, por temor a una nueva guerra con el vecino ocupante de Palestina. Aquí está viva la memoria de las invasiones israelíes y sus secuelas. Un periodista y dos ancianos asesinados en los últimos días por misiles israelíes en esta zona, han sido un buen recordatorio.
El-Jiam tiene una flecha enterrada en su pecho. Se llama Metulla, un vértice israelí de construcciones sólidas y modernas, y de calles amplias, con sembradíos que se advierten hacia el sur. Una colina domina la posición desde el lado libanés: las vallas, el muro, las banderas sionistas cada 30 metros. Con un telescopio se podría ver hasta la intimidad de esos hogares de colonos. Si es que fueran hogares, porque lo único que no se ve es gente. Metulla sería una ciudad fantasma, de no estar allí un contingente militar camuflado entre las viviendas evacuadas. Metulla es una zona militar cerrada, una zona de combate.
En esta colina se emplazan los periodistas de televisión para mandar sus despachos, con Israel al fondo. Yo también. Es un espacio imponente, y también revelador, porque basta pararse ahí para entender lo absurdo de la existencia misma de un “Estado” europeo en suelo palestino, pretendiendo que es suyo, que tiene un derecho divino sobre él. Eso, aún sin siquiera conocer de primera mano la dimensión del horror en Gaza, Cisjordania, o Jerusalén.
Basta pararse ahí, y observar las aldeas milenarias -algunas libanesas, otras palestinas ocupadas- para imaginarse vivamente la Nakba, la Tragedia de 1948, las caravanas de palestinos caminando, algunos con apenas lo puesto, por estas mismas colinas, perseguidos por bandas sionistas que estaban “limpiando” la tierra, para apropiársela, santificados por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Israel fue un invento macabro de las potencias que dominaban el planeta, cada una con su propio plan.
A ninguno de los miembros del Consejo de Seguridad, al parecer, se le ocurrió consultar a los palestinos si les gustaría que vinieran colonos europeos a quedarse con sus campos y sus casas.
A ninguno de los que decidieron regalar las tierras palestinas se le ocurrió establecer el Estado de los judíos en suelo europeo. En Alemania, por ejemplo, el país que los quiso exterminar, y que lo intentó seriamente, asesinando a más de seis millones. O en Polonia, o Lituania, sedes de innumerables pogromos y persecuciones antisemitas. Esos países son los originarios de los fundadores de Israel, allá dejaron a sus familias y sus antepasados para embarcarse en una aventura violenta y fanática.
Estuve esta misma semana en el célebre “campo de refugiados” de Sabra y Chatila, en el centro de Beirut. Un enorme barrio pobre de la capital libanesa, con los vericuetos típicos de esas barriadas construidas sin plan, sin permiso y en la medida de las posibilidades. Marañas de cables eléctricos tapan la luz del sol en aquellas callejuelas llenas de gente, de niños y jóvenes. Ya van tres generaciones de palestinos esperando la oportunidad de retornar a sus tierras.
Sabra y Chatila es célebre, pero angustiosamente. En 1982, durante una invasión israelí, milicias libanesas clientes de Israel entraron al campo matando a destajo, mientras los soldados israelíes observaban complacidos, en primer lugar su jefe -y organizador de la masacre- el general Ariel Sharon, quien llegaría después a ser primer ministro en calidad de “moderado”. Entre 500 y tres mil muertos fue el resultado de la orgía.
La gente de Sabra y Chatila es la que huyó desde los valles fértiles que tengo el privilegio de observar hoy, para pasar el resto de su vida en un ghetto de cemento. Ninguno, seguramente, esperaba morir ahí, y que luego fueran a morir sus hijos y nietos en la eterna espera.
Leo a una diputada comunista chilena, de origen hebreo, condenar “categóricamente” los “abominables crímenes de Hamas”, y también criticar duramente al primer ministro Benjamin Netanyahu por el bloqueo infame a Gaza. Pero no menciona a los 2.500 civiles asesinados por Israel en ocho días. Ni a los más de 500 niños entre ellos. Para ella, una luchadora de los derechos humanos, el problema es el gobierno de Netanyahu, no el sistema racista implantado en Palestina. El problema, para ella, es un gobierno, no la ocupación misma.
Mucha gente “progresista” dice apoyar la causa palestina, pero rechazan la “violencia”. Muchos, desde el inicio del Diluvio de Al Aqsa, están escandalizados, creyendo a pie juntillas la narrativa de los medios occidentales, que se centra en Hamas, y no en el hecho sin precedentes de la acción unida de todas las organizaciones de la resistencia palestina.
Está bien tener lástima por los palestinos, enviarles ayuda, solicitarle a Israel que modere un poco el ritmo del genocidio, pero no está bien que los esclavos se rebelen y linchen al amo que los discrimina, humilla, tortura y mata todos los días. Eso no, eso es “terrorismo”, por eso aprueban que el sionismo se “defienda” asesinando en masa, al estilo nazi.
Yo fui uno de muchos que cayeron en la trampa de que lo justo es que existan dos Estados en Palestina: uno con sus pueblos originarios, y otro europeo sionista, porque es necesario que el pueblo hebreo tenga un hogar propio.
¿Quién determinó que el pueblo hebreo es sionista? ¿Por qué debe el pueblo hebreo tener un hogar propio, exclusivo y excluyente, a expensas de un pueblo tan milenario y semita como ellos? ¿Por qué el pueblo hebreo no puede convivir con sus hermanos palestinos en vez de exterminarlos?
Quienes afirman esas bestialidades son los sionistas, los nazis del siglo XXI. Los que utilizan el sufrimiento del Holocausto como ideología para exterminar a un pueblo que ni siquiera consideran humano, que sobra, como bien explicó el filósofo chileno-palestino Rodrigo Karmy. En el ejemplo de los nazis alemanes y de cualquier colonizador de “razas inferiores”, cuyas opciones son ir a podrirse a otro lado, o morir: exactamente la opción que le ofrecen hoy al pueblo de Gaza.
Sea cual sea el desenlace del Diluvio de Al Aqsa, los colonos de Palestina ocupada saben que todo cambió, que ya no les será nunca más posible llevar sillas y champaña a las colinas para celebrar en vivo y en directo las masacres de palestinos indefensos, como en 2014. Saben que ya nunca estarán seguros en ninguna parte, que su ejército mítico “invencible” es incapaz de garantizarles nada.
En la URSS, en Vietnam, en Angola se derrumbaron ya otros míticos ejércitos invencibles, porque -como en Palestina- el adversario no es otro ejército, ni un grupito de rebeldes, sino un pueblo en rebelión, y con aliados poderosos.
Por primera vez desde 1948, el régimen se enfrenta a la pesadilla de una guerra que considera inevitable, pero que no tiene seguridad alguna de vencer si no es al precio de Pirro.