La escritora Lina Meruane, autora de obras tan premiadas como 'Sangre en el ojo', publica 'Palestina en pedazos' (Random House).
Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970) es considerada una de las grandes escritoras en castellano y su obra ha sido traducida a doce idiomas. En la Librería Alberti de Madrid palpa su último libro, Palestina en pedazos, recién salido de la imprenta, y le sorprende “lo gordito” que quedó. Su gran obra sobre el lugar del que sus abuelos paternos tuvieron que huir hace más de un siglo ha crecido desde que en 2012 decidió ir allí, donde habían dejado una casa que nunca más nadie de su familia podría habitar. A su vuelta, publicó Volverse Palestina, un libro que tuvo una gran repercusión internacional por la fineza con la que describía y reflexionaba sobre las consecuencias de la ocupación israelí de su país de origen paterno. Lo acompañó con Volvernos otros, dedicado al lenguaje creado por el Estado sionista para justificar y legitimar su creación. Este volumen se complementa ahora con el inédito Rostros en mi rostro, donde analiza el significado que les damos a las identidades que portamos en las caras y en las lenguas.
Palestina en pedazos conjuga el ensayo riguroso que alumbra las cuestiones más desatendidas sobre la historia reciente de este territorio, la crónica autoetnográfica que nos permite entender quién y por qué la escribe, y las memorias que, siendo las de Meruane y su familia, representan en muchos pasajes las de todo un pueblo cercado y masacrado por el Estado de Israel.
La idea del regreso a Palestina está en el origen del libro, aun cuando no era una idea con la que usted creciese. Un regreso que es también uno de los numerosos derechos que se les niega al pueblo palestino. ¿Qué significaba para usted la idea del regreso antes de escribirlo y ahora, tras varios viajes y tanto estudio y reflexión?
Hace muy poco, un ministro de ultraderecha del Estado israelí repetía lo que dijeron Golda Meyer y Theodor Herzl: que Palestina y los palestinos nunca habían existido. Es muy grave negar la existencia de la comunidad histórica mayoritaria en esa zona. Pero yo no había pensado en nada de todo esto antes de ese primer viaje a Palestina. Soy nieta de palestinos de Beit Jala, un pueblo cercano a Belén, pero se conocieron en Chile. Ellos no hablaban en árabe con sus hijos, por lo que la familia perdió esa lengua aunque, de alguna manera, está en el inconsciente. Pero, salvo cuestiones culturales puntuales como la ramita de olivo los domingos, yo no había pensado en Palestina porque cuando la identidad no es cuestionada uno no piensa en ella.
Uno no piensa que es mujer hasta que, de repente, alguien te golpea por serlo y entonces te das cuenta de que lo eres. Lo mismo pasa con Palestina. Yo vivía en Nueva York cuando cayeron las Torres Gemelas y fue entonces cuando me di cuenta de que había un pequeño problemita y es que tengo un apellido palestino.
Una vez que me planteo ir a Palestina, cada vez que se lo contaba a alguien me salía la palabra volver y me tenía que corregir a mí misma porque iba a viajar, a visitar, porque nunca había estado allí. Había algo operando a un nivel inconsciente: era el regreso de mi abuelo, que nunca pudo volver, y el de mi padre, que nunca quiso volver.
Además, regresar es una palabra que, en este sentido, está cargada de significado. En los años 30, los palestinos no pudieron regresar porque el mandato británico impuso una normativa que decía que la gente que se había ido no tenía interés por estar allí. Negaban así una situación colonial muy complicada por la que muchos se fueron a otros lugares. La idea que se empezó a sembrar es que total, eran árabes, así que podrían instalarse en cualquier país vecino, como si los árabes fueran todos iguales.
Después, con la fundación del Estado de Israel, se prohíbe el regreso de los palestinos. Además, muchas de sus casas han sido demolidas y otras no permiten visitarlas. El regreso está imposibilitado y tiene una resonancia no solo familiar, sino histórica y actual.
Y, por otra parte, el Estado de Israel se funda sobre la idea del regreso. Por eso este libro comienza con el Volverse Palestina, por las implicaciones distintas que tiene esta palabra dependiendo de las bocas que la enuncian y del contexto.
«Impresiona cómo uno incorpora, casi físicamente, la sensación claustrofóbica de la opresión«
En Volverse Palestina describe ese primer viaje en el que descubre la imbricada red de políticas, acciones y controles desplegados minuciosamente por el Estado de Israel para acabar con el pueblo palestino mediante el expolio, el empobrecimiento, las vejaciones, el encarcelamiento y, también, los asesinatos. ¿Cómo lo recuerda?
He crecido en la dictadura de Pinochet y no había comparación posible a ningún nivel. Ver la militarización de ciudades como Jerusalén o Hebrón, subirte a un bus e ir rodeada de jóvenes armados hasta los dientes, abrir para mostrar el interior del bolso cada vez que entras o sales de un lugar. Un día, se me acercó alguien y le abrí mi cartera como un acto reflejo porque lo había hecho tantas veces en una semana que se había vuelto un hábito. Impresiona cómo uno incorpora, casi físicamente, la sensación claustrofóbica de la opresión. También la de estar vigilada constantemente.
Otra de las fórmulas que le impresionó de cómo Israel intenta subyugar a los palestinos es el despojo del control de su tiempo a través de los múltiples check points y pasos fronterizos.
No es solo esperar para que comprueben el pasaporte, sino que si estás a punto de parir, en riesgo de muerte, de camino a una boda o cualquier cosa importante para la vida de cualquiera, nunca sabes si van a dejarte pasar o a retrasarlo. Me cuesta pensar en todo esto sin recordar lo que hacía el nazismo, que también tenía maneras de implementar estos controles con una brutalidad impactante. El nazismo era una máquina sistemática de muerte, y en Palestina uno siente que lo que hay es una máquina de goteo lento que va minando la voluntad, el ánimo, que va humillando psicológicamente mediante una violencia brutal.
Tras ese primer viaje a Palestina, se da cuenta de que necesita seguir ahondando en su realidad y que para ello tiene que “regresar a los planteamientos con los que se ha fundado la idea de Israel y a las vicisitudes del lenguaje que sirvió para armar esta historia”. Para ello, estudia con detalle el discurso de los autores sionistas considerados de izquierdas, como Amos Oz o David Grossman. ¿Qué idea de Palestina habían construido?
Una de las cuestiones que me sorprendió leyendo a estos supuestos adalides de la paz es que ni el discurso de Oz era tan pacifista ni el de Grossman tan justo en términos de precisión del lenguaje. Sentía que ellos también estaban cooptados por el lenguaje oficialista israelí. Pregunté a amigos israelíes que me confirmaron que allí no se les leía como en Estados Unidos o desde la visión de un sionismo radical que los tacha de tibios. Ves como ellos y otros autores de su línea usan el concepto de vecinos judíos para hablar de los colonos, o de la valla de seguridad en lugar del muro de la vergüenza, y otras palabras más complicadas como Holocausto o antisemita.
Este estudio me permitió entender que una política colonial necesita usar y manipular el lenguaje para cambiar el curso de la propia historia. La antropóloga Julie Peteet explica cómo durante los primeros años de la fundación de Israel se crearon instituciones dedicadas a cambiar los nombres de los lugares, a repensar el uso de las palabras y a generar una propaganda lingüística.
Por ejemplo, la prohibición de emplear la palabra Nakba, que significa Desastre y que hace referencia al éxodo forzado que supuso la guerra de 1948. Más de 700.000 palestinos fueron expulsados o tuvieron que huir de sus hogares. Israel lo conmemora como la fecha de su fundación, a la que llama independencia. Cuando usted escribe sobre todo ello, incluye en sus reflexiones la consciencia de que este análisis y repaso histórico puede ser acusado de antisemitismo. ¿Cómo se vive con esa amenaza de que toda crítica a las políticas del Estado de Israel puedan ser tachadas de antisemitismo?
Tengo que confesarte que muchas veces he entrado en clase con la sensación de estar siendo vigilada. La Liga Antidifamatoria hace que seas tan cuidadosa que puedes llegar a invisibilizar situaciones de gran violencia porque sientes que el Gran Hermano sionista te está vigilando. Cualquier crítica a una política del Estado de Israel puede ser acusada de antisemita.
Yo soy muy consciente de los problemas del racismo, del antisemitismo que existe, de la islamofobia. Y, aun así, en Alemania me boicotearon un par de presentaciones porque allí se está absolutamente concienzado de que todo lo que se hace, piensa o dice puede ser antisemitismo. Eso tiene unas implicaciones que pueden ser muy preocupantes para la conversación pública.
De hecho, Alemania sigue financiando el Estado de Israel en reparación por el Holocausto sin condicionar esa ayuda a que deje de cometer crímenes contra la población palestina. Otro de los conceptos que analiza es el de apartheid y cita a Chomsky, que, siendo hijo de una pareja sionista de derechas, lidera en Estados Unidos la crítica a la política israelí con respecto a Palestina. De hecho, ha escrito que el apartheid que practica Israel contra Palestina es peor que el de Sudáfrica porque allí “la población blanca necesitaba la población negra como fuerza laboral. Pero los sionistas simplemente quieren prescindir de los palestinos porque no los necesita, quieren expulsarlos y encarcelarlos”. Y aquí se abre una paradoja que usted recoge en su libro: que los judíos negros procedentes de países africanos son discriminados en Israel, pero les aceptan porque “realizan los trabajos que antes hacían los palestinos”. Son muchos los autores que han advertido sobre el riesgo de que sea una democracia étnica, pero ahora nos encontramos con que está yendo más allá, hacia convertirse en un régimen teocrático. ¿Cómo describiría el papel que juega el racismo en el Estado de Israel?
Los judíos negros que han reivindicado su regreso a Israel han sido instrumentalizados para tenerlos a ellos en lugar de a los palestinos. En ese sentido, Chomsky hace una matización muy importante porque así termina la relación con los palestinos y comienza su deshumanización. Hay israelíes que dicen que nunca han visto o estado con un palestino. Cuando no conoces a una comunidad y lo único que has interiorizado es que son terroristas es mucho más fácil que quieras ir contra ellos y justificar todo tipo de maltrato.
Cuando declaras un Estado exclusivamente judío interpones una frontera con los no judíos. Pero dentro también hay judíos de primera, de segunda y de tercera categoría, además de los palestinos que viven en Israel y que, prácticamente, no tienen ningún derecho. Israel es un Estado internamente racista y externamente racista, pero que pide no ser tratado de manera racista mediante el antisemitismo.
En la tercera parte del libro, Rostros en mi rostro, analiza qué significados se le da a los rasgos, al color de la piel, a ser palestino. También de cómo en territorios como los aeropuertos o los controles de identificación facial por Inteligencia Artificial el racismo es especialmente violento. ¿Por qué es tan importante en el caso de Palestina?
Este libro parte de experiencias personales. Viajo mucho y en los tiempos de espera en los aeropuertos a menudo hay gente que quiere adivinar de dónde soy, quieren detectarlo en mi rostro como si fuese un juego. Me han dicho que si soy francesa, peruana, pero también israelí o hebrea. Esto último me pasó en Alemania y me dejó desconcertada porque yo he hecho todo un trabajo por volverme palestina. Empecé a preguntarme de dónde viene esta obsesión por el rostro, qué contiene para que la gente crea que puede adivinar de dónde vienes y cuál es tu historia.
Y esto está relacionado con Palestina y la situación con Israel porque el nazismo tenía una teoría basada en el darwinismo social según la cual, a través de la forma del cráneo, de los rasgos y del cuerpo se podía diagnosticar si una persona tiene conductas criminales, problemas psicológicos o lo que ellos consideraban desviaciones sexuales. El Holocausto hace que esas ideas se rechacen en la segunda mitad del siglo XX y ahora, en el XXI vemos que estamos obsesionados con la Inteligencia Artificial para detectar a personas que, supuestamente, por su apariencia pueden tener comportamientos peligrosos.