Reescribiendo la Guerra Fría

Guerra Fría
Iñaki Egaña

Han pasado ya unas semanas después de las celebraciones y ceremonias sobre el medio siglo del tiranicidio que acabó con la vida del entonces presidente español, el arquitecto del franquismo, Luis Carrero Blanco. Como la mayoría de los ciudadanos de este país que Marc Legasse decía que ni existía, no soy autista y, por ello, tampoco he podido abstraerme a tanto engaño desplegado desde Madrid. La ficción que son capaces de ensanchar en los mentideros mediáticos y académicos los propagandistas del relato único hispano es asombrosa, como los cometas que nos visitan en periodos regulares. Y me pregunto, si acontecimientos que hemos vivido de cerca son transformados en fábulas fantásticas, ¿qué no harán cuando las crónicas pertenezcan a un pasado más lejano y la interpretación, por las fuentes, sea más endeble?

El relato hispano sostenido en un complejo de segundón, por un lado, y en una literatura que convierte en hechos las fábulas, por otro, tiene demasiado recorrido para catalogarlo como una fiebre pasajera. Durante años soportamos los bulos sobre la razia de Gernika, las derivadas de la conquista del Reino de Nafarroa, el euskara como una lengua importada amén de su incapacidad para la modernidad y, en época más reciente, por ejemplo, los miles de torturas, convertidas en una excepción policial, y en una norma emanada de un supuesto libro de estilo que nadie ha encontrado. El verdugo se convierte en víctima. Euskal Herria es pura invención y, si me apuran, los vascos sufren una patología especial por ser tardíamente cristianizados. Las leyendas de Viriato y El Cid Campeador se trasmutan en textos para la escuela, mientras que la prohibición del islam fue una «reconquista» y la sublevación fascista de 1936 una «cruzada nacional». América no fue conquistada, sino «evangelizada».
 
No se trata, como parece, de relatos conspiranoicos, sino de una naturaleza apegada a un concepto excluyente y único de nación. Todo lo que se distancia de esa línea es «leyenda negra», una campaña para menoscabar la imagen de España. Y ese es precisamente un gran lastre para la periferia, tanto la externa (el calificado como «separatismo»), como para interna («los rojos de toda la vida»). Ya lo dijo con sorna el cómico Gila: «El hombre descenderá del mono, pero el español no». Lo que, llevado al extremo, nos convierte a los disidentes en simios evolucionados, pero simios, a fin de cuentas.

Viene a cuento esta reflexión sonora con el relato del tiranicidio que citaba líneas atrás. Las marcas que han definido la acción de ETA de 1973, la que provocó un revolcón entre las familias franquistas y la pugna por asomar la cabeza más que el de al lado, se han difuminado para obtener varios objetivos que acoplen aquel atentado y la desaparición del Ogro, en una crónica acorde con esa naturaleza tergiversadora. El Madrid azul convirtió, ya hace tiempo, la historia cercana y lejana en un instrumento de cohesión propia y en arma de guerra. Algo que invalida su credibilidad. Pero, ¿quién tiene instrumentos tan poderosos como los del Estado para contradecirles?

Para los fabuladores de la historia, el tiranicidio se ha transformado, por arte de birlibirloque, en una maquinación urdida por el Departamento de Estado de Washington que utilizó a la CIA como brazo transmisor y a ETA como ejecutor. El puente entre Nixon y los etarras fue Henry Kissinger, que llegó a la capital hispana dos días antes de la muerte de Carrero con la intención de dar el okey al magnicidio. La realidad es otra. Kissinger arribó a Madrid, como escala antes de su reunión en París con Le Duc Tho para retomar los acuerdos de paz de Vietnam que su Estado no respetaba. Y la escala en Madrid tenía como objetivo (lean las notas de la embajada de EEUU) aplacar la histórica alianza hispano-árabe en la guerra de Yom Kippur, fruto de la conquista previa de Israel de los territorios de Sinaí y los Altos del Golán. Aunque hoy pueda parecer lejano, España era antijudía y las primeras relaciones diplomáticas con Israel las estableció Felipe González, ya en 1986. Vamos a dar, sin embargo y por un instante, validez al complot: la CIA planeó la muerte del Ogro.

Unos pocos años más tarde, en 1981 para ser más exactos, Ronald Reagan en la presidencia de EEUU, validaba la tesis de su secretario de Estado Alexander Haig (por cierto, jefe de Gabinete de Nixon cuando la Operación Ogro), la llamada «red del terror». Una teoría elaborada por su asistente Claire Sterling según la cual, Moscú, a través del KGB, alimentaba una organización de grupos terroristas en el planeta en la que incluía a ETA. Cuando la organización vasca atentó ese año y los siguientes contra altos mandos del Ejército español, los medios madrileños se sumaron a la hipótesis del complot: Moscú, y por extensión la Unión Soviética, estaban detrás de la estrategia de ETA. La hemeroteca es testigo. Validemos también esta fábula.

Es decir, siempre según el relato hispano, ETA fue un hecho singular dentro de la Guerra Fría. No tanto por sus acciones, sino por sus protecciones. En 1973 con el apoyo de la CIA y en 1981 con el del KGB. Lo que, por deducción sencilla, implica que los dos bloques de la Guerra Fría, que concluyó oficialmente con la caída del Muro de Berlín en 1989 y el desmoronamiento posterior de la URSS, apoyaron simultáneamente a un movimiento de liberación nacional, socialista y revolucionario. A un grupo vasco, para más señas.

Esta anomalía resultaría extraordinaria porque supondría una excepción gigantesca en el relato universal sobre la Guerra Fría. ¿Qué intereses comunes tenían Washington y Moscú para compartir en Euskal Herria? Los desconozco y no quiero caer en la frivolidad para relatar escenarios burlescos como gustaba manifestar el cómico Gila. Pero, de ser cierto, espero con ansiedad que las universidades e historiadores del planeta rectifiquen las toneladas de papel impresas hasta ahora y reescriban nuevamente la historia.

Fuente
https://www.naiz.eus
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