Una política alegre

Charles Chaplin
Reinaldo Iturriza

Más allá del shock que produce la guerra total contra la nación, y del hecho innegable de que la mayoría de la población no tiene más opción que concentrarse en la resolución cotidiana de la materialidad, hay otras razones que explican el creciente y peligroso desinterés por los asuntos políticos.

Una de ellas es la indignación campante, que determina el ánimo de parte considerable de quienes, de una forma u otra, intervienen en el debate público, expresión esta última que raya en el eufemismo, a juzgar por la virulencia de algunas polémicas.

Hay gente que vive indignada, cuya vida transcurre como si no fuera posible vivirla sin indignación. Es gente que ha llegado al punto de considerar la indignación como un derecho irrenunciable, incluso por encima del mismo derecho a la vida. Peor aún, que se cree ya no con el derecho, sino en la obligación de señalar a los que han traicionado: a unos porque, dicen otros, hacen alarde de resistirlo todo, pero han terminado por aceptar cualquier cosa; a otros porque, dicen unos, ya no resisten, y no les viene en gana aceptar nada.

Quiénes son traidores a quiénes y quiénes son leales a qué ideales, importa poco. Lo importante, tal parece, es que hay traidores por todas partes, lo que justificaría la indignación generalizada. Cualquiera puede ser lo mismo leal que traidor y, por más insólito que parezca, puede incluso ser ambas cosas al mismo tiempo. Todo depende del cristal con el que se mire.

¿A quién conviene este terrible juego de espejos? ¿A quién beneficia la clausura de la política que supone esta entronización de la moralina, justo cuando el tiempo histórico más nos exige política con pe mayúscula?

A estas alturas, difícilmente pueda encontrarse a persona sensata que no haya preferido abstenerse, en algún momento, de sentar posición sobre tal o cual asunto, para mantenerse a buen resguardo de la iracundia. En ocasiones, el silencio no es autocensura, sino el recurso que se tiene a la mano para censurar a los vociferantes.

Si miraran más allá de sus narices se darían cuenta de que ya hemos tenido suficiente de su pretendida superioridad moral.

La política no puede ser un torneo de bajas pasiones. Ejercer el liderazgo pasa por asumir la responsabilidad de hacer cuanto sea necesario para que prevalezca la unidad. De igual forma, carece de cualquier sentido hacer llamados a la unidad denostando del liderazgo.

La indignación, que no debe confundirse con la legítima rabia, es una pasión triste, diría Spinoza. Una pasión que disminuye nuestra potencia de actuar. En lugar de reivindicar la “alegría” de los que aún resisten frente a la “tristeza” de los que han sucumbido, o la “tristeza” por los que han traicionado y la “alegría” por los que sí se han mantenido fieles a sus principios, lo que hace falta es una política alegre, deslastrada de tanta indignación, soberbia y paranoia.

¿Esto supone abandonar los principios en favor de una unidad ilusoria? En lo absoluto. Supone, por ejemplo, no olvidar que cuando lo más supremacista del antichavismo, presumiendo de una supuesta superioridad que era realmente impotencia, hizo suyo insistir en que el chavismo no tenía cabida en la sociedad venezolana, por considerarlo una excrecencia, un accidente histórico, un motivo de vergüenza, una peste que había que erradicar, respondimos construyendo una sociedad más democrática e igualitaria, en la que nadie sobraba, en la que cada persona importaba.

De allí venimos y hacia allá debemos ir. De lo contrario, ¿hacia dónde vamos?

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https://elotrosaberypoder.wordpress.com
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