Derecho a llorar a nuestros muertos

Llorar
Iñaki Egaña

Las cargas policiales en funerales incluso de muertos por torturas, el destrozo y la vandalización de tumbas siguieron siendo una constante.

Hay una tendencia política que se reproduce sistemáticamente, como si el planeta se hubiera parado en el meridiano, en su rotación a su paso por el campo de Volantín o la Plaza del Castillo, acuciados por la cercanía del cuartel de La Salve o el de la Avenida de Galicia. Nacemos y crecemos viendo cómo se reproducen los acontecimientos, como si el descubrimiento del ribonucleico o las partículas hadrones y leptones tuvieran un contenido exógeno a nuestra existencia. Porque la nuestra sigue siendo tribal. Nos exigen ser de la manera que se definen ellos.

Hace ya muchos años, lo recuerdo porque el tema ha sido recurrente en las reuniones familiares de estas fechas, mi bisabuelo y varios de sus hijos fueron encarcelados en la prisión donostiarra de Zapatari, hoy desmantelada y hasta hace poco refugio de los sin techo. Había concluido la guerra y mi bisabuelo, junto a otros 225 parroquianos, se hallaban en la iglesia de los Padres Franciscanos, en el barrio de Egia. Se trataba del funeral de un «gudari», palabra entonces, tal como ahora, maldita por el diccionario de la uniformidad ideológica.

Los 226 donostiarras fueron detenidos, junto a veinte frailes, en el interior de la iglesia e internados en las prisiones de Ondarreta y en la ya citada de Zapatari y juzgados un año después «por actividades antiespañolas y comisión de actos indiscretos y aún sacrílegos por aprovecharse de solemnidades litúrgicas». Hasta los jarrones de la iglesia fueron confiscados porque llevaban los colores de la «bandera nacionalista». Llorar y recordar a los muertos de un sector social estaba castigado.

Años más tarde, un día de estos se han cumplido 47 años del suceso, un joven amigo de nuestra familia volvía de una cena hacia su vivienda. Era espigado, veintiún años, amaren seme kutuna, y con la ilusión de una vida por delante. En el barrio de Rekalde, la Guardia Civil, aún no se sabe por qué razones, le descerrajó diecisiete tiros que acabaron con su vida. Sin darle el alto previamente. Quizás se repitió aquella macabra actividad de la Gestapo con los jóvenes de Ipar Euskal Herria durante la ocupación. Ebrios, por lo general, disparaban contra los jóvenes, por apuestas o diversión supremacista.

El funeral del joven Mikel Salegi fue una catástrofe inducida. Aún resuenan entre las paredes de la basílica de Santa María los ecos de la razia. Marisa la madre y Miren, Nekane e Itziar, hermanas del fallecido, lo relataron compungidas unos años más tarde: «La salida de la Iglesia fue terrible. Nos rodeaba la Policía Nacional y una primera línea de civiles de extrema derecha armados. Nos apalearon. Empezaron a pegar a la ama, una compañera dijo «no le peguen que es la madre, péguenme a mí». Y así lo hicieron, le pegaron a ella. Estaba embarazada y perdió a su hijo. Hubo más de diez heridos (uno de ellos perdió un ojo) y doscientos detenidos. Una mujer murió de un infarto por la impresión recibida ante aquella masacre». No podíamos siquiera recordar a quienes los del tricornio nos habían arrebatado.

Todavía era primavera, pero aún no habían comenzado los calores que en La Mancha hacían detestable el verano, especialmente en la prisión de máxima seguridad de Herrera. Aquella mañana de domingo, Joseba Asensio no apareció al recuento. Había muerto esa noche de tuberculosis, una enfermedad que tratada con antibióticos no es mortal. En el Ayuntamiento de Bilbao, diversos concejales presentaron una moción denunciando las condiciones de vida «infrahumanas, tanto físicas como psíquicas a las que están sometidos los presos políticos vascos, una de las consecuencias la vemos hoy con la muerte de Joseba Asensio». El PNV se abstuvo y el PSOE votó en contra. A Joseba le quedaban apenas unas semanas para recobrar la libertad.

La ignominia por su muerte alcanzó el paroxismo con el apaleamiento en las calles de Bilbao a la comitiva que llevaba el féretro del preso. Con especial ensañamiento a los que lo trasladaban a hombros, provocando cuarenta heridos que fueron hospitalizados, en una actuación que fue filmada por varias televisiones europeas. Tres inspectores de policía llegaron a disparar fuego real lo que provocó un pánico generalizado.

El secuestro del féretro de Telesforo Monzon unos años antes, las cargas policiales en funerales incluso de muertos por torturas, el destrozo y la vandalización de tumbas siguieron siendo una constante. En ocasiones atribuidos a las llamadas fuerzas de seguridad, en otras sin autores conocidos porque fueron realizados con nocturnidad y alevosía. Y resultó que la Autonomía, PNV en la gobernanza, intuyó que se quedaba atrás y elevó el listón, para demostrar que su policía, la Ertzaintza, también podía ser una policía «integral».

Fue ya en 1995, cuando los féretros con los restos de Josean Lasa y Joxi Zabala llegaron al aeropuerto de Hondarribia, después de estar casi doce años desaparecidos. Fueron apaleados por Guardia Civil, Policía Nacional y Ertzaintza. Luego llegó lo del cementerio: «Nos disponíamos a poner unas flores encima de los féretros y, a la voz de ‘cargar, cargar’, el mando de la Ertzaintza creó una situación que no tiene ninguna explicación. Ver las coronas por los aires, los familiares por los suelos, la gente llorando, los golpes... la verdad es que describir todo ese dolor es muy difícil». Comentó uno de los hermanos de Lasa. El dolor, al parecer, tiene exclusividad gubernamental.

Hace unos días, la situación se ha vuelto a repetir. Esta vez no ha habido cargas policiales, pero sí en cambio una presión mediática excitada y ya como costumbre, por los sectores ultras y por el PNV, a través de su portavoz, la ETB. Antton Troitiño, muerto por una política penitenciaria de exterminio, no ha merecido ser llorado por los suyos. Los que asistieron a sus exequias han sido criminalizados, siguiendo esa interminable estela bélica vengativa: desaparecido el contrincante, el enemigo, vayamos a por su familia y a por sus amigos. Un simple cálculo político: inhabilitarlos.

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https://www.naiz.eus/
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