Resulta indignante que aún en 2022 andemos buscando fosas con los restos de aquellos presos, como si fueran despojos arqueológicos
El reciente acuerdo para considerar el Palacio de la Cumbre donostiarra y el antiguo fuerte Alfonso XIII, luego prisión, en la cima del monte Ezkaba, como espacios de memoria, me trae algunas reflexiones sobre cuestiones referentes a la voluntad del cambio, a la necesidad del mismo, a la impunidad de los mercenarios de los gobernantes y, sobre todo, a que la historia tiene flecos similares a pesar de las épocas y del correr del tiempo. La reacción ultra también es un elemento a añadir.
El objetivo de ambos centros de terror ha estado ligado a la dominación. Con la negación de por medio. Porque ambos también participaron de ese gran paraguas que engloba la historia de la naturaleza española: reprimir y luego, como si se tratara de una repetición del Pedro católico, negarlo, negarlo y negarlo. No solo hay y hubo negacionistas del Holocausto. Los hubo y los hay asimismo de los crímenes de Estado. Más diáfano ni pudo ser aquel antiguo dirigente del grupo que aspira a suceder a Sánchez: «Los partidarios de la unidad de España han causado cero víctimas».
El monstruo de Ezkaba fue una construcción ciclópea sobre vetustos observatorios bélicos para controlar la entrada a Iruñea. El llamado fuerte y sus intrincados pasadizos subterráneos quedaron obsoletos en cuanto se inventaron los aviones y, por extensión, la posibilidad de bombardear desde el aire cualquier posición. ¿Qué hacer con semejante obra? La duda no se alargó en exceso. La derecha republicana lo tuvo claro cuando Rafael Aizpún se convirtió en ministro de Justicia. Una prisión para los detenidos por la huelga revolucionaria de 1934. Salieron los presos al son de La Internacional y el Gernikako Arbola dos años más tarde con la victoria electoral del Frente Popular.
Llegó el golpe militar, la asonada que concluyó en guerra civil. Y de nuevo los dueños del ministerio de (in)Justicia recuperaron la cárcel. Enterraron en celdas bajo tierra a miles de prisioneros con problemas respiratorios y sucedió lo esperado. Centenares murieron de infecciones pulmonares. Una venganza repetida en otros escenarios y en épocas recientes. Con la tortura, con la dispersión carcelaria. La debilidad física o psíquica de la víctima era y ha sido aprovechada por el sistema y sus agentes para incidir en ella.
Negaron la razia criminal, cubriendo los cuerpos en la falda del monte. Y cuando ya en el siglo XXI jóvenes ajenos a la guerra destaparon los cientos de muertos y las familias intentaron recuperar sus restos, los descendientes de aquellos verdugos, esta vez en la dirección territorial, negaron permisos. Tuvo que ser el ministro del ramo el que abriera la puerta. Como pataleta, esa misma dirección territorial, antiguo gobernador militar, ordenó borrar todos aquellos grafitis que aún quedaban en las celdas, identificando procedencias, denunciando en silencio la locura fascista. Sin testigos no hay historia.
La fuga de la prisión de mayo de 1938, dicen que fue la mayor en la crónica europea del siglo XX, dejó también un reguero de humillaciones. Cerca de 300 ejecutados en la prisión o en la huida, matados como conejos y enterrados por almas caritativas en campos y bosques para evitar que los cadáveres fueran engullidos por perros y alimañas. Sin nombre, como los que intentaron saltar en Melilla la valla. Nunca se hará justicia suficiente, se tomen las medidas que se tomen, para superar aquel terrible crimen. Resulta indignante que aún en 2022 andemos buscando fosas con los restos de aquellos presos, como si fueran despojos arqueológicos. Y para más gloria histórica, en 2009 Falange atacó los sedimentos de esa memoria de Ezkaba en construcción.
La crónica de La Cumbre es más reciente. Como si fuera una repetición de mal gusto, aquella finca llamada Aitzerrota fue adquirida por un duque de Tovar para convertirlo en hotel. Un hotel con cerca de 20.000 metros cuadrados de terreno, tres campos de fútbol. Eran los tiempos de la Belle Epoque, cuando la aristocracia europea y los pudientes europeos huyendo de la guerra cruzaron la muga y se ubicaron en Donostia. Decayeron la tontería, el champagne y la ruleta, llegó la austeridad franquista y el duque murió en Tánger, aún española, en vísperas de la independencia de Marruecos. En la herencia, el municipio de Tánger se hacía cargo de la finca donostiarra y la trasladó rápidamente al Ministerio de Exteriores.
Con la llegada del nuevo Gobierno constitucional, en 1979 La Cumbre pasó a ser propiedad del Ministerio del Interior. En 1981, cuando aquel jovenzuelo Juan Carlos I llegó a Gernika para «defender la democracia» según su relato, enfrentado a los electos independentistas que entonaron el “Eusko Gudariak”, pernoctó en La Cumbre. Como tantos y tantos otros invitados institucionales y diplomáticos en los años siguientes, hasta 1999, año en que la finca pasó a ser propiedad de Obras Públicas.
Como es de sobra sabido, en octubre de 1983, La Cumbre se convirtió en uno más de los centros clandestinos de detención que ha conocido nuestro país. Tal y como utilizó la CIA después de la invasión de Afganistán, o las dictaduras militares de Chile o Argentina. Uno de los “black sites” de la nomenclatura internacional. Y no fue el único. En La Cumbre, lugar excelso para el Borbón solo dos años y medio antes, Joxi Zabala y Josean Lasa fueron torturados bajo la supervisión del entonces gobernador Julen Elorriaga y el ínclito Rodríguez Galindo.
Pero aquel centro clandestino de detención no existió para la historia. Fue negado una y mil veces. Incluso cuando en 2014 el director Pablo Malo pidió grabar unas imágenes en sus instalaciones para la película “Lasa y Zabala” en construcción, la respuesta fue un no rotundo. Ni siquiera para contar una historia que había sido cerrada por una sentencia que aireaba a Dorado, Bayo, Vaquero y los anteriormente citados, pero dejaba de identificar a otros muchos. Unos pocos pagaron el crimen para no desvelar la jerarquía del resto. En Ezkaba ni siquiera.