El juego policial ha entrado dentro de una dinámica nuevamente trumpista, la de marcar escenarios ficticios para modificar la percepción de la realidad.
Después de un proceso burocrático que comenzó en junio de 2018, en febrero del pasado año, justo unas semanas antes de la detección de la pandemia, el Gobierno del Ejecutivo de Urkullu presentaba el Proyecto de Ley Vasca de Juventud. Llegaba con cuarenta años de retraso, porque el Gobierno de Gasteiz tenía la facultad de haberlo redactado desde el segundo minuto de la aprobación del Estatuto de la Moncloa (1979).
Desde 2011, el Viejo Reyno adoptó su Ley Foral de la Juventud y un año después, en 2012, el Gobierno de Patxi López intentó sacar adelante su Ley Vasca de Juventud, pero el PNV, junto al PP y otros, la tumbaron. Los jeltzales, que presentaron una enmienda a la totalidad, la consideraron «demasiado genérica». La izquierda abertzale, excepto Aralar, estaba ilegalizada. La CAPV es la única autonomía del Estado español sin ley de juventud.
En la exposición de motivos del proyecto actual, en fase de debate, enmiendas y modificaciones en el Parlamento Autonómico, no se alude a las causas del retraso, a pesar de que se identifican problemas inherentes a la condición biológica de las personas jóvenes: precariedad, contratos y becas fraudulentas, acceso a la vivienda... Lo que produce a la juventud, según el Proyecto de Ley, «un retraso en completar la transición a la vida adulta».
Simultáneamente al debate sobre la futura ley, Gaindegia ha editado un estudio sobre juventud y vivienda en el que los datos de emancipación son realmente preocupantes, fruto de las condiciones estructurales y la especulación sistémica sobre derechos supuestamente amparados por las constituciones que nos confinan a los vascos, la francesa y la española. El diario madrileño “El País”, paralelamente, ha publicado días atrás un trabajo demoledor, con el territorio español de marca, titulado “Cómo es ser joven en 2021”. El titular, la frase de un entrevistado, es sintomático: «La vida me va con retraso».
En la cercanía de la Comunidad Autonomía Vasca, el debate apenas ha trascendido al exterior. Beatriz Artolazabal, la consejera de Justicia, Igualdad y Políticas Sociales que lo presentó en sociedad, lo consideró un hito porque tenía como objetivo la emancipación de los jóvenes (sic). El proyecto es genérico, sin medidas concretas que podrían ayudar a esa transición a la «vida adulta».
A pesar de este escaso eco, quien se ha puesto el buzo para socializarlo ha sido Josu Erkoreka, consejero de Interior, que está intentando repuntar el escaso interés social a través de la actividad de su policía. Y lo hace marcando esas jornadas que se advierten, con el probable rodillo PNV-PSOE que abortará las enmiendas parciales y a la totalidad que ya ha anunciado la oposición, EH Bildu en particular.
El juego policial ha entrado dentro de una dinámica nuevamente trumpista, la de marcar escenarios ficticios para modificar la percepción de la realidad. No es nada nuevo, pero nos estamos acostumbrando a una forma de hacer política que hasta ahora se balanceaba en excepciones y en esta última legislatura se ha convertido en norma. Las mentiras de Urkullu y Erkoreka parecen no sonrojar a sus autores, convencidos de la lealtad de su socio de Gobierno, el PSE-PSOE, y de la solidez de sus aliados mediáticos, en especial de la propiedad del ente público vasco.
La estrategia del despiste esgrimida en esta ocasión por el Gobierno de Urkullu ha ido pareja a la utilizada con la marcha de Iberdrola de su supuesto escenario natural vasco a Guadalajara y el comodín de Corrugados y Azpeitia. Erkoreka ha entrado en el debate de la Ley Vasca de Juventud criminalizando a un sector de quienes están «en transición hacia la vida adulta». Precisamente al sector de la juventud ligado a la izquierda abertzale, Ernai. Organización a la que ha llevado a la Fiscalía por un pretendido odio a la Policía Autonómica. El apoyo de sus medios aliados a la noticia fue de vergüenza ajena, con la mezcla de imágenes atemporales, para señalar un objetivo: Ernai es una organización violenta.
La escenificación de este supuesto trae consigo otra pretensión, que conocemos de sobra de tiempos pretéritos. Los violentos son mentes incapaces de reflexionar en términos democráticos, les va la bronca porque la llevan en el ADN. Son propensos a destruir, en vez de a construir. Y están en la base de la mayoría de males que aquejan a nuestro país. Por eso, cuando el bipartito Urkullu-Mendia se cepille las 56 enmiendas a la Ley Vasca de Juventud, su argumentación se deslizará hacia la irrelevancia de las mismas, por proceder de un sector previamente criminalizado.
No soy adivino, pero seguro que en los días del debate público asistiremos a la presencia de figurantes aparecidos de no se sabe dónde, representantes de una juventud también figurante. Hasta Urkullu, aconsejado por sus asesores, entre ellos Jonan Fernández, recordará, aunque parezca inverosímil, que él también fue joven, militante de esa nostálgica organización de hijos de funcionarios autonómicos llamada EGI.
Hay otra razón en los movimientos de Erkoreka para criminalizar al sector juvenil de la izquierda abertzale. Que tiene que ver con la actuación de su Policía. No deja de tener su aquello el hecho de que en una época en la que se ha disparado la actividad mamporrera de la Ertzaintza, no sólo contra los jóvenes, sino también contra trabajadores despedidos o de empresas en crisis, su responsable crea detectar un sentimiento de odio hacia la misma. La Policía Autonómica y la mayoría de sus sindicatos han echado un órdago al Departamento de Interior. Quieren barra libre, como la de la Guardia Civil en España, impunidad y palmaditas en la espalda.
Es lo que hay. Una y otra vez con las cantinelas sobre el pasado y la falta de reconversión de la izquierda abertzale, en especial de su juventud. ¿Dónde guarda la credibilidad Erkoreka? Porque va a resultar que los que añoran el pasado son esa cuadrilla de dinosaurios que nos acotan siempre en términos policiales. Y es que siguen teniendo pavor a la palabra.