En 1995 el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo declaró que el ametrallamiento policial fue ilegal, contra el derecho a la vida. A pesar de que eran militantes del IRA.
Hace ya unos años, daba una conferencia en una pequeña población alavesa. El motivo, la represión franquista en la localidad, los represaliados que habían sufrido las consecuencias de la sublevación fascista. Como era habitual en este tipo de conferencias, al final ilustraba en un powerpoint los nombres de las víctimas. Cuando señalé a una de ellas, noté un carraspeo al fondo de la sala, en medio de la oscuridad.
Concluida la charla, me dirigía al vehículo cuando percibí un pequeño roce. Me volví y encontré un anciano de rostro amable: «Yo he sido el del carraspeo. Yo era uno de los muertos que has citado». Supuse una equivocación, o algo por el estilo. Pero me reveló de inmediato la cuestión. Había suplantado la identidad de otro muerto, logrado su filiación y con ella había vivido en Cataluña durante décadas. El cambio le permitió sobrevivir, hasta que jubilado volvió a su pueblo donde arrendó una vivienda.
No volví a tener noticias del «impostor» republicano, pero conocí más tarde otros dos casos, ambos en Bilbo. Supongo que, por razones biológicas, los tres habrán ya fallecido. Es decir, habrán muerto dos veces. La primera para su familia, sus amigos y su entorno. La segunda cuando les llegó la hora. Al contrario que aquellos personajes de José Saramago en su “Las intermitencias de la muerte”, cuando la parca, en el país de los sinnombre, decide un buen día declararse en huelga. Hecho que alimenta a los dueños del sistema a expulsar por la frontera a los moribundos para que fallezcan en el Estado vecino, donde la muerte sigue ejerciendo sus derechos.
La revictimización, la doble victimización o la victimización secundaria, tres expresiones para un mismo concepto, es, en el caso de los fallecidos, una doble muerte. Aquella que sucedió en el momento preciso, y la siguiente, años después, cuando el sistema, al que Saramago en su novela llama «maphia» evitando la «f», niega el concepto de víctima, para rematar en sentido figurado al cadáver.
Ha sido el caso reciente de Joxi Zabala, secuestrado, junto a Josean Lasa, por un grupo de agentes de la Guardia Civil en 1983. Torturados en la vivienda oficial del delegado del Gobierno español, fueron conducidos a Busot, 726 kilómetros al sur de La Cumbre, ejecutados y enterrados por un grupo entonces a la espera de que los servicios secretos le adjudicaran un nombre, los GAL. Los restos fueron identificados 12 años más tarde, en 1995. Los directivos del Ministerio del Interior implicados en los crímenes, aquellos que se comunicaban con un miembro del Gobierno al que calificaban de Pdte. (aún sin identificar judicialmente), fueron condenados y pronto indultados.
Casi 40 años después, Felipa Artano pleiteó para que su hijo fuera reconocido como víctima. Una situación vox populi, que la justicia, siguiendo un estándar de guerra a la española, ha negado. E imputando a Felipa, 91 años y madre de Joxi Zabala, los costes del proceso, una cantidad cercana a la pensión anual de viudedad, más de 9.000 euros. Un sarcasmo cuando se han conocido los motivos de la negativa, además de que otras familias han sufrido las mismas consecuencias cuando demandaron del allegado su condición de víctima. Condenados también a pagar costes propios y ajenos. Una doble victimización.
Los argumentos de la Audiencia Nacional han puesto el foco en que Zabala pertenecía a «una organización que se dedica a perpetrar delitos violentos». Como en otros casos, ya desde Joxemigel Beñaran, las víctimas han sido calificadas como pertenecientes a ETA sin una sentencia judicial previa. Lo han sido en función de relatos subjetivos, hecho inusual cuando se trata de una declaración de justicia, supuestamente fundamentada en pruebas objetivas.
El argumento es singular por simple comparación. En el caso de Mikel Zabalza, torturado hasta la muerte en el cuartel de Intxaurrondo, el Gobierno de Sánchez se niega a desclasificar documentación que avale lo sucedido, puesto que judicialmente el asunto fue sobreseído. El reconocimiento de la tortura como sistémica y escandalosamente frecuente, cerca de 6.000 casos documentados, es negado una y otra vez, en los últimos años por el ministro Marlaska, bajo la argumentación de que los jueces «solo» reconocieron varias decenas de casos. Es decir, que es intrascendente lo judicial en el caso de la disidencia, y es fundamental cuando se trata de agentes del Estado.
Tampoco es de recibo el hecho de que fueran militantes de ETA para que a ellos no se les respetaran los derechos humanos, tal y como exigían medios e instituciones constitucionalistas. Una línea también copiada por la comisión de valoración de víctimas del Gobierno Vasco que califica la violencia de «legítima» o «ilegitima» para filtrar definiciones.
En 1988, cinco años después del secuestro de Lasa y Zabala, la Policía española identificó a tres activistas norirlandeses y trasladó sus datos a sus homólogos británicos. Cuando Danny McCann, Mairead Farrell y Sean Savage cruzaron a Gibraltar fueron acribillados por soldados de la Reina inglesa. Al parecer iban a explosionar un coche bomba y esa fue la excusa para el ametrallamiento. Sin embargo, en 1995 el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo declaró que el ametrallamiento policial fue ilegal, contra el derecho a la vida. A pesar de que eran militantes del IRA.
La chilena Lucía Vergara fue detenida en Madrid en la misma redada que terminó con la vida de Joxe Arregi, en 1981. Torturada, salió al tiempo de prisión y volvió clandestina a Chile, donde militó en el MIR. Fue localizada por la Policía junto a dos compañeros en el oriente de Santiago. Se defendió armada y fue acribillada. Murió Lucía junto a Sergio Peña y Jorge Villavella. En 2018 los policías que mataron a los tres miristas fueron condenados a cárcel. Y la hija de Lucía, Alexandra Benado, es hoy ministra de Deportes del Gobierno de Boric. En España hubiera sido impensable porque en la Piel de Toro se muere dos veces. También los familiares.