En los últimos tiempos, los verdugos de las atrocidades cometidas reivindican su estatus para aparecer con laureles en ese relato trampeado de la «Transición Modélica».
Las recientes filtraciones sobre los sucesos acontecidos en Jurramendi (Montejurra) en mayo de 1976, vienen a confirmar hechos ya conocidos a los que, en su momento, únicamente dimos credibilidad quienes habíamos apostado por una ruptura con el régimen dictatorial franquista. Entonces, los partidos hoy constitucionalistas, más el PNV, apostaron por la reforma del régimen, es decir, que fueran los actores de la dictadura los que pautaran los cambios, con el riesgo evidente –el tiempo nos ha dado la razón– de que la democracia monárquica naciera contaminada.
Ricardo García Pellejero y Aniano Jiménez Santos fueron las víctimas mortales de esta razia montada por el Estado: Manuel Fraga, entonces ministro de Gobernación (Interior) y Ángel Campano, director de la Guardia Civil. Los jueces imputaron las muertes a tres «disidentes», y definieron lo sucedido como un enfrentamiento entre facciones. Ellos también estaban en el ajo, porque el hecho es que Jurramendi fue un laboratorio en el que participaron decenas de mercenarios que luego aparecerían firmando, en nombre de España, con las siglas ATE, AAA, BVE y GAL.
La investigación y el sumario consecuente ya dejaron claro que detrás de la razia de Jurramendi estaba el Estado, los reformistas que querían acabar con un carlismo progresista que incluso se había declarado «socialista autogestionario». EKA, el partido carlista, fue prohibido en las primeras elecciones generales de la «democracia» de 1977, junto a otros de la izquierda abertzale o de la izquierda revolucionaria. Los mercenarios, lo dice el informe “El libro negro de Montejurra”, fueron financiados por Antonio Oriol y Urquijo (presidente del Consejo de Estado) y por José María Araluce (diputado general franquista de Gipuzkoa y miembro del Consejo del Reino). Araluce habría desviado, según el citado informe, varios millones de la venta del Servicio Telefónico de Donostia a la Compañía Telefónica Nacional de España, en el marco de la que llamaron «Operación Reconquista».
El relato de la Transición se fue tragando la razia de Jurramendi. Ángel Campano votó «sí» al proyecto de reforma política a finales de ese año de 1976, Fraga fue venerado como un pope ortodoxo y candidato a la presidencia española, amén de numerosos cargos políticos. La hija de Araluce, que fue muerto por ETA unos meses después de los hechos de Jurramendi, preside en la actualidad la AVT (Asociación de Víctimas del Terrorismo), un grupo que, como saben, integra también a los agentes de la dictadura, pero no a sus víctimas.
La participación del Estado se vio reflejada, en esa que llamaron «Modélica Transición», en los flancos abiertos que tenía entonces. En los disidentes por entendernos. El carlismo, alternativa al «juancarlismo», era uno de ellos. Pero también había otros notorios: el movimiento popular, el obrero y la cuestión vasca. En todos ellos, la Reforma marcó su impronta de forma violenta, con la ayuda de los aparatos del Estado, entonces no tan profundo.
El movimiento popular tenía en la demanda de amnistía su eje central. En la segunda semana pro amnistía de 1977, un año después de las muertes de Jurramendi, siete muertos a manos de las fuerzas policiales. Durante el año más víctimas mortales por pedir la liberación de los presos. Todavía un año más tarde, en los Sanfermines de 1978, fuego real contra las peñas que reivindicaban la amnistía a través de una pancarta. Dos muertos. En todos estos hechos, algún imputado por «imprudencia», pero ningún condenado.
Con respecto al movimiento obrero, pujante en Hego Euskal Herria con una fuerza impresionante, que había llevado hasta el decreto de un par de estados de excepción, el paradigma fue el 3 de Marzo de Gasteiz. El mensaje claro: a los obreros que quisieran revertir el orden reformista (plasmados en los posteriores Pactos de la Moncloa) les esperaba una represión bestial. En Gasteiz, aquel tres de marzo maldito, cinco muertos por la Policía, más otros tres en las manifestaciones posteriores de solidaridad.
¿Qué añadir sobre la intervención del Estado en la cuestión vasca? Con el reciente informe de la tortura en Nafarroa, ya se han contabilizado 5.900 casos de tortura y malos tratos en Hego Euskal Herria. Seguro que son más. La actividad de aquellos mercenarios, algunos estrenados en Jurramendi, generó 83 víctimas mortales.
La impunidad, también denunciada por los rupturistas, ha llegado hasta nuestros días, con el añadido de que, en los últimos tiempos, los verdugos de las atrocidades cometidas reivindican su estatus para aparecer con laureles en ese relato trampeado de la «Transición Modélica». Barrionuevo se vino arriba, como antes lo habían hecho Rafael Vera o Rodríguez Galindo. El fin justifica los medios, cuando el fin es la unidad hispana. Hace poco, sorprendentemente, Jorge González Bellier, uno de los capos de la Movida Madrileña, reivindicaba su paternidad en la organización de la OAS, con sus reuniones clandestinas en Donostia, y el reclutamiento de algunos de los protagonistas de Jurramendi, del BVE y de los GAL, como Jean Pierre Cherid.
La «Modélica Transición» es un bluff alimentado desde las cloacas del poder, una operación de marketing que se sustenta en los relatos interesados (poderoso caballero es Don Dinero) construidos desde el Melitonium, el BOE, las hagiografías y los medios del sistema. Para ello contaron con una gran operación, diseñada por Martín Villa, que pasó a la historia como el ministro del Interior de la Transición y también (puertas corredizas) presidente de Endesa y Sogecable. Martín Villa, miembro de la Academia española de Ciencias Morales y Políticas, ordenó la quema de millones de documentos relacionados con la represión franquista.
La Ley de Secretos Oficiales es otra pinza insalvable, destinada precisamente a evitar dar la razón a todos aquellos que apostamos por la ruptura. Hoy, cada filtración demuestra cuán acertados estábamos en nuestros análisis. Porque la Transición fue un auténtico fraude.